El Bajo Pujol es una montaña al revés que desciende como un hoyo gigante buscando las entrañas de una madre tierra mezquina que huye cuando se la llama. En el repecho de la gran fosa una calle curvada la esquiva llevándose sus transeúntes pero quien decidiera descender sabe que como dice el cartel de la señal “Con precaución” se aventura a descubrir lo que sería mejor ignorar, dando pasos que no pueden volver atrás, recordando aquella frase sobre el dintel de la puerta de la Ciudad de Dite “lasciate ogni speranza, voi ch’entrate”.

En la banquina gruñen los cascotes como si la tierra enfurecida anunciara su amenaza después desciende  una ladera suave donde asientan casuchas y ranchos avejentados de pobreza, hechos de latas oxidadas todo gris y pardo, maderas, hilachas de plásticos, postes, tablas carcomidas, cartón pintado. Las taperas se hacinan amontonadas hasta llegar a confundirse como si abrazaran desesperadamente el suelo para aferrarse ante un cataclismo que nunca llega. Perros de piel y huesos husmean entre basuras: sigue descendiendo la pendiente cada vez más empinada buscando el bajío donde el río corre como si nunca restañase la herida de la tierra por donde merodea entre brumas.

En cada escalón hay chozas, casetas precarias, dormideros donde se tienden cuerpos sobre colchones desnudos. En el cieno de viejas charcas se revuelcan gallinas y perros hay despojos de juguetes, utensilios, botellas de plástico corroídas, mugre y moscas. La playa es apenas una franja de arena donde se yerguen las mastabas de las olerías como reducidas pirámides grises en cuyos vientres atizan carbones y rajas algunos hombres con el torso descubierto. Flacos y harapientos tienen los ojos entrecerrados para defenderlos del humo y las chispas que todo lo estragan a su paso. Ellos empujan los tizones hurgan el horno que cocina lentamente los ladrillos hasta dejarlos rojizos de intemperie, cargan leños para alimentar el hambre de fuego las mastabas siempre insaciables siempre sedientas de combustión y por las  fumarolas exhalan el humo blanco  que se expande por poros abiertos en los vértices. Los hombres  silenciosos no cantan, no ríen, no hablan. En el atardecer mudo junto al río mudo los oleros rotosos y pálidos escuchan algún chamamé que suena lejanísimo y se pierden entre los pensamientos que flotan tristes en el horizonte vacío del río como peces muertos que el agua deshizo.

 

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