Al cumplir los 13 años el profeta Mani, natural de la rústica aldea de Mardin en la Mesopotamia, tuvo una visión epifánica: el Espíritu Santo le reveló un catecismo dando inicio al zoroastrismo que coloca en el centro del Cosmos no un dios sino una lucha, haciendo acreedor del misterio a Heráklito de Éfeso, el jonio que había puesto la pugna incesante de fuerzas contrarias que lidian eternamente como justificación del lento gobierno del tiempo sobre el mundo. Si Heráklito había escrito que “la lucha es el principio de todas las cosas”, Mani instaló una guerra a exterminio como centro de la fe.

Si Heráklito involucró a toda la naturaleza, Manes fue más mitológico y situó el frente de batalla cósmico entre el Bien (Ormuz)  y el Mal (Ahrimán), amparándose en el dualismo gnoseológico que ya venía defendiendo todo el gnosticismo bajo distintos aspectos. En la Mesopotamia de aquella época se conocían estos postulados de los gnósticos. El marcionismo tenía muchos adeptos en la Mesopotamia, los gnósticos advertían desde sus soledades en cavernas, el cristianismo ya tenía basílicas de culto, las ideas del budismo se expandían y los mercaderes propalaban el pensamiento de las sinagogas.

Nada era ajeno a nadie.

En estas condiciones, Mani recibió su revelación de un mundo gobernado por la lucha eterna y sin desgaste del bien contra el mal, absolutamente polarizada en base a dos principios antagónicos: la Luz y las Tinieblas, que bien podría canjearse por Día y Noche, o Paz y Guerra,  o cualquier  dúo de opuestos.

Ya la señora Melanie Klein creyó haber detectado en la mente de los neonatos este imaginario dual de confrontación feroz entre el Pecho bueno y el Pecho malo, base para el sutil encanto que ejercen entre los niños aquellas historias en las que un héroe debe luchar contra un villano, y que no hace más que resucitar en la mente infantil esa precoz guerra entre opuestos.

Prescribiendo tres preceptos: limosna, oración y ayuno, el profeta Manes enseñó el camino para la iluminación que salvaría al hombre de esta eterna lucha. También debían abstenerse de procrear hijos, ya que esto promueve la prolongación de la contienda, y el juramento de no participar en guerras, ya que de este modo se suma otra batalla inútil que imita al Cosmos cuya finalidad es la inedia.

Gracias a la tenacidad de escritores anónimos que registraron clandestinamente la breve historia de la secta[i], sabemos que en lejanas provincias, donde el catecismo arribó desgastado, se llegaron a practicar liturgias extravagantes.

En los márgenes del Indo la tribu entera del Reyno de Mien estuvo a punto de llegar al exterminio por causa de la la imposición al celibato de todas las doncellas que debían permanecer innuptas so pena de ser castigadas con el destierro en medio del desierto de piedras, ante cualquier signo de preñez.

En la ciudad de Caspira, donde la fe llegó contaminada de budismo, se castigaba el perjurio amputando la lengua del pecador, que colgaban del umbral de la casa como recordatorio; a los falsarios los cegaban hundiéndoles los ojos con las monedas espurias que habían fabricado; la pena para los adúlteros consistía en exponer a sus hijas desnudas, al público ludibrio.

En las tierras de Sintho, al entender que la carne de bestias estaba vetada, llegaron al consumo de sus hijos recién nacidos como festín, solazándose con las tiernas carnes de lactantes como viandas en liturgias caníbales y anuales.

La doctrina de Manes llegó a entusiasmar a doctos y santos, entre ellos Agustín de Hipona quien después de relapso se convirtió en su principal detractor. Aunque  pervivan capillas en las zonas de Mesopotamia y el oeste de la India, el maniqueísmo quedó reducido a simple adjetivo en nuestros tiempos. Los parsis continúan profesando el credo de Zoroastro que fue uno de los pilares de Manes, aunque las pavorosas torres de silencio que les sirven de cementerio no tengan vínculos con las enseñanzas de Manes.

 

[i] ref_1 Arriano, Tolomeo, Herodoto, y otros cuyos nombres deberíamos preservar.

 

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