A esta edad se hace fácil resignarse. El tiempo ya enseñó muchas cosas que ni siquiera la sucesión intangible de minutos, días, meses y años, logra llevar al olvido, que para los griegos (¿en qué ya no se nos anticiparon los griegos?) era un río -Leteo- cuyo cauce separaba la vida de la muerte, que era olvido.

Desistí voluntariamente del deseo de otorgar orden a este caos de escritos que padecen del mismo desorden que mis ideas. Sólo Dios, o su cadete, el Demiurgo, podrían oficiar ese prodigio de otorgar una secuencia al disparate con leyes que es el mundo. La idea que dirige este viaje sigue siendo la misma: perseguir los sueños que tuvo nuestra raza, siglo a siglo, detrás del deseo de sentirnos perpetuos, como si fuésemos las semillas intactas del Árbol del Bien y del Mal sembrado en el Paraíso.

Hay escritos de variados temas, pero la meta de la flecha siempre apunta al infinito de la eternidad.

Aunque mi peregrinaje me condujera, sin quererlo, a las áridas estepas de la duda, nunca dejé de escuchar las voces de las revelaciones sagradas, con el aire de respeto y veneración que merecen todas las ceremonias humanas destinadas a la perpetuidad.

He tratado de crear un grifo, tritón o quimera, uniendo y amputando ideas forasteras, como esas formas fantasmales que la imaginación de los pueblos convirtió en leyenda o mito. En filosofía, este desatino se llama eclecticismo; en religión, sincretismo; en el mundo de las empresas, márketing.

El profeta Manés, fundador y primer sacristán del maniqueísmo, intentó la empresa de reunir en un solo cuerpo distintas doctrinas, en el segundo siglo de la Era Común, en Persia. Las enseñanzas que dejó subsisten, no como este intento mío, que está muerto antes de empezar.

En el diálogo “La peña”, el escritor Césare Pavese, (que fue incrédulo, cristiano, agnóstico, y católico ferviente, en ese orden “aunque nunca fue ateo”, como escribió) hace decir a su Prometeo: “cuando los mortales ya no tengan miedo, los dioses desaparecerán”

Confutar este juicio a riesgo de probarlo, parece haber sido la historia del pueblo Judío. Otros pueblos han creado estados, políticas y sólo después, dioses para sostenerlos. El caudillo Moisés vio antes la zarza ardiendo, subió al Sinaí, recibió las terribles Tablas y cuando tuvo en sus manos la Ley escrita por el dedo de Dios, divisó la tierra conflictiva, que hasta hoy los habitantes se dividen, con pólvora y sangre.

Opongo al Prometeo de Pavese, el Job del Testamento, que vence el temor a la muerte para creer sin condiciones  ref_2. Sin castigos ni premios, que dejó como armas a la puericultura, Job el idumeo trató de descubrir a Dios, apartando los templos y edificios sagrados que erigimos en su honor, a través de los siglos. Tal vez del mismo modo, consiguieron arrebatarle parte de Su misterio Parménides de Elea, Epicuro, Agustín de Hipona, Anselmo, Plotino, el príncipe Gautama, el imán Ya’far al-sadiq, Baruch Spinoza. Y otros. Y otras.

La historia es la memoria de nuestros errores. La historia sagrada, la de nuestros terrores.

Hay una leyenda, que ronda llenando de sospechas atrios y cimborios; dice que en otros tiempos, a un pueblo, por medio de una casta de elegidos, se le había revelado un dios.

¿Quién eligió a los elegidos?

El pueblo.

No se tarde en comprender que ese pueblo y ese dios, son la misma cosa.

Otra versión, más inquietante de esta teofanía, sugiere que primero fueron los elegidos, y después los elegidos, usando la indómita materia de la justicia, hicieron un dios que sojuzgó a todos por igual.

Los elegidos han desaparecido, roídos por los siglos.

El dios no.

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