(En emotivo homenaje a mi amiga Aída Aisenson Kogan[1], autora de enjundiosos tratados de ética, ciencia vecina a la paleontología a juzgar por su inexistencia sino a través de recuerdos muy antiguos…)

 

Carísimos hermanos, me es imperativo y categórico al mismo tiempo intentar, aunque no sin riesgos, la apología y por qué no, hasta el encomio del fraude, tan malogrado por la propaganda adversa que con sospechosa mala voluntad le dedican todos los códigos civiles  habidos y por haber en este mundo injusto.

Empezaremos por desnudar el concepto, tan vapuleado por epítetos y denuestos que no se hallará en él valor alguno que merezca el resarcimiento de un premio. Mi Diccionario de Latín, aunque vetusto (si no defrauda la fecha de impresión) recoge los términos:

Fraudo, as, avi, atum, are: Defraudar, engañar, usurpar, despojar, burlar con fraude. // Hurtar, privar, quitar, robar. Fraudare stipendium miliatum: retener la paga de los militares. Plaut: Negarse, no concederse el menor placer.

Fraudátio, onis: Defraudación.

Fraudátor: Defraudador.

Fraudátrix: La que defrauda y engaña.

Fraudátus: Defraudado, engañado.

Ya vemos que existe un ‘fraudare’ en cuanto a los estipendios del regimiento, siempre pródigos a la hora de restar en los balances del Estado. ¿No empiezan a intuir algo bueno en esta forma sutil de escatimarle ganancias al clan castrense, en un país tan militarizado que ya parece un fortín de artillería? Tampoco habrán dejado de observar que “no concederse el menor placer” nos insta a cierto estoicismo tan injuriado en estos tiempos de consumismo y  culto al hedonismo de la peor calaña. Ya hay quienes, víctimas de esa epidemia que ha dado en llamarse “mercadeo compulsivo”, atiborran los carritos del supermercado, arrasan con góndolas y mesas de ofertas llenándose de chucherías superfluas siguiendo quién sabe qué oscuros designios de la mente, que pretende llenar con cosas su vacío de casos. ¿Y qué me dicen de  ‘fraudátrix’? ¿No constituye cierta forma de justicia[2] de parte de las mujeres, históricamente defraudadas por el hombre a través de los siglos? ¿No anuncia un sabotaje al patriarcado uretral que viene sofocando la libertad femenina desde que nacieron los grandes revelados?

Los años, que todo lo perjudican, fueron deslizando un matiz inicuo sobre el concepto del fraude. Miríadas de homilías dominicales, cardúmenes de catequistas de toda laya, montañas, qué digo ¡cordilleras! de escritos no cejaron de amontonar cargos contra el fraude y el pobre, arrinconado por este corifeo de difamadores no pudo sino callar y seguir obrando pacientemente en el silencio.

Podríamos enumerar una ristra tan larga de sus detractores que la guía telefónica resultaría una sinopsis a su lado. Sin embargo, creo fervientemente que hay dos popes en esta cruzada punitiva: Santo Tomás de Aquino, que engordó hasta el límite de los 180 kilogramos escribiendo una Summa para restar prestigio al fraude, y Dante Aliguieri su entenado literario. El uno, como “causa prima” el otro como causa eficiente. Usted dirá “Pero, ¿quién los lee?” No se engañe, estimado lector. ¿Ha leído usted las obras completas de Adam Smith, David Ricardo, Menger y Keynes? Vaya al supermercado y verá cómo se aplican implacablemente sin que la cajera, el repositor y a veces hasta el mismo gerente hayan escrutado los jeroglíficos econométricos que estos digestos contienen.

Creo que usted ingenuamente ignora la pravedad que oculta la palabra escrita. Por algo el Cristo jamás condescendió a firmar una escueta esquela en su escuela.

 

No, mi querida señora, no, mi estimado señor. La letra perdura más allá de la idea; como decía don Poncio “lo que está escrito, queda escrito”. No habrán leído la Summa ni la Commedia, pero ¿cuántas iconografías no mostraron impúdicamente a través de los siglos a los tentadores, aduladores, simoníacos, barateros, hipócritas, timadores, difamadores, traidores, malos consejeros y falsificadores sufriendo en el octavo círculo del Infierno? ¿Cree usted por ventura que sale de un museo siendo el mismo que entró? Jamás. La imagen ha operado su cuerpo calloso, amputó aquí un núcleo acumbens y allá un sector aunque minúsculo, imprescindible de su tálamo para razonar debidamente. No hay en este mundo cosa tan peligrosa como una imagen. Ni qué decir si ésta orna un retablo de catedral. Y todo un ejército de Giottos, Fra Angélicos, Michelángelos, Cimabués y Da Vincis se encargaron de retratar las palabras de Dante aleccionadas por el obeso Aquinate.

Creo, estimados amigos, que es hora de reivindicar la ética del fraude. Ya hemos sido testigos etimológicos de dos virtudes casi cardinales: el boicot a las finanzas militares y la venganza de siglos de esclavitud femenina[3]. Todavía nos resta agradecerle nada más ni nada menos que la existencia de la clase política del siglo XXI. ¿Qué sería de esta raza de organizadores sociales si tuviesen que atenerse estrictamente a la rígida dieta de Santo Tomás, dieta que él jamás acató en cuanto a su condumio. “La verdad es la correspondencia del pensamiento con su objeto”, había afirmado el rollizo doctor pellizcando un pernil de jamón. Imagínense si un excelentísimo senador vitalicio decidiera hacer corresponder en un discurso su pensamiento con un cohecho, por inocente ejemplo. ¡Dejaría ipso facto su excelencia a merced de la plebe y el hampa! Ni hablar de señores presidentes, ministros, subsecretarios de Estado, jefes de gabinete, fiscales, jueces de segunda instancia, ediles, candidatos en campaña…

La política, ciencia de lo posible se volvería sencillamente imposible sin la salvadora fórmula del buen fraude. Vaya al destierro de nuevo el florentino. Huya a la Tebaida el Aquinate (de paso, viviendo de hierbas, adelgaza) y los Savonarolas y todo fanático de la verdad: ya sabemos que todo fanatismo no es más que una fe tambaleante.

 

[1] Aunque su ética riña con su estética ya que defiende enfáticamente su gusto por el vino en tetra break.

[2] Justicia: “Es dar a cada cual lo que le corresponda”, según el finado Sócrates que no casualmente inspiró a Menem, un fraudulento de gran estilo, un clásico del género.

 

[3] Título de una obra del señor John Stuart Mill que recomiendo vivamente a los maridos irascibles.

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