Último paseo del fin de semana en el campo. En estos días reciclé las energías para comenzar la rutina vertiginosa de la ciudad, ya mi velocidad no es la misma, la edad  tiene que ver, hago la mitad de las cosas que realizaba en la juventud, pero en realidad rindo lo mismo, todo es más reflexivo, selectivo y  obtengo a diario los resultados deseados. Pero este dejarse llevar es zafiro.

El  luminoso atardecer me impulsó hacia un  sendero no transitado, de pronto los vi, repletos de frutos, desafiando, gatillando al tiempo. Y los recuerdos que estaban al acecho aparecen impunes. Los almendros me sienten a chispas, a destellos de nostalgias, me traen el aroma de una época mágica, compleja y de la conflictiva, dominante presencia de mi padre.

Los planes no salieron bien

Sucedió en  primavera. Con mis compañeros de facultad habíamos decidido realizar una cena con la excusa de festejar la semana del estudiante.

También era una manera de exorcizar los graves acontecimientos políticos en los que estábamos inmersos, el huevo de la serpiente estaba germinando. Queríamos divertirnos. Los chicos traerían pizzas y empanadas pero yo deseaba cocinar una salsa de almendras que debía  acompañar con presas de pollo, pensé que bien los podía suplantar por unos pequeños gallos que teníamos en el gallinero— regalo del tío tano  que se le hacía insoportable que la gente no tuviera su huerta y sus propias gallinas—.

Mi padre, en esas raras treguas  que tenían nuestras habituales discusiones se ofreció a colaborar con mi comida especial. Él se encargaría de entregarme listos para su cocción a los apreciados gallos, extraña especie pigmea, que esperaban  para una ocasión importante.

Los preparativos me supieron a fiesta, desde las compras de elementos no comunes en la comida cotidiana; crema, especies exóticas, almendras, vino especial, hasta la puesta de la mesa.

Cuando el perfume de la salsa invadió la cocina, calculé  que era el momento de dorar las aves. Ante la tardanza de mi padre, fui  en su búsqueda, no podía esperar más tiempo. El recorrido por el camino hacia el fondo de la casa me hizo sentir más feliz aún.

El jardín y los frutales florecían y el atardecer aparecía como diseñado por toques de luz y pinceladas de naranjas y azules. Llegando a los últimos árboles sentí un estremecimiento, los gallos estaban colgados de las ramas, pico abajo ¡Sin pelar! Al acercarme descubro horrorizada que abrían los ojos.

El drama de las gallinas

¿Cómo sucedió? Desde la cocina había escuchado el gran alboroto provocado por su captura. Salí corriendo, a punto de llorar le expliqué a mi padre que los gallos no estaban muertos. Mi angustia era doble; estaban vivos y moribundos.

Los sucesos que siguieron ¡No podían haber sucedido! Trató de ahogarlos, no se murieron, por último decidió cortarles la cabeza. Horrible. Así era él, poseía una insoportable y graciosa inutilidad, no heredó la simple habilidad de mi abuela para matarlos en un segundo.

La cena estuvo lista a las diez de la noche, las risas juveniles y las alabanzas inundaron la casa ¡Qué mano para la salsa, María!¡Qué exquisitez! ¡Qué sabor le dan las almendras! ¡Muy bueno el  vino! Yo no comí, tenía la sensación que el asco derretía mi maquillaje, contaminaba mi perfume, enrojecía mi mirada.

Los queridos compañeros, cómplices de la vida, ignorantes de mi sufrimiento, alegres por el vino, la juventud, las canciones de Serrat, la  negra Sosa, y la perfecta noche de primavera,  celebraron la fiesta. ¿Alguna vez habrán recordado mis amigos esa noche? De todas maneras son sucesos que te marcan para toda la vida.

El tiempo regresa, el paseo  en el campo termina, los recuerdos se refugian en  las orillas de la noche. La última imagen que llevo en mi mirada de otoño, son los soberbios almendros que acompañan el crepúsculo y los sutiles reflejos de las estrellas que asoman. Luego todo se esfuma.****

(En varias antologías)

 

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