Algunos de mis buenos amigos son siquiatras, pero esto no es algo para despertar asombro. Lo curioso es que casi todos son escritores. Algunos escriben poesía, otros novelas y uno que otro se ha dedicado al género ensayístico desde lo humanístico y lo lúdico.

Esta relación con siquiatras de algún modo me ha empujado a interesarme por la locura, no de esa locura ordinaria de la que escribiera Charles Bukowski, si no de esa que es enclaustrada en el manicomio. Por supuesto mi interés está ladeado hacia lo estético y muy lejos de lo clínico.

El arte (la literatura, el teatro, la escritura) suele ser una terapia ineludible para el tratamiento de ciertos desordenes síquicos y nerviosos. Como es lógico otros escritores y artistas se han interesado por la locura y esas asombrosas creaciones pictóricas y literarias creadas desde esos sótanos oscuros y gelatinosos de la mente.

El escritor francés Raymond Queneau escribió sobre un puñado de escritores tensados por la locura.

Su libro En los confines de la mente. Los locos literarios reúne un conjunto de escritores cuyo equilibrio mental estaba bastante desbalanceado. Para su trabajo se sumergió en la Biblioteca Nacional y fue consultando la obra publicada de estos escritores bastante peculiares. Su hallazgo lo sorprendió.

Encontró al cuadrador del círculo Jean Pierre Aimé Lucas, quien escribió Tratado de aplicación de los trazados geométricos en las líneas y superficies del primer grado o Principios sobre las relaciones de la primera y segunda potencia, y Joseph Lacomme, cuyo folleto sobre su vida explica todos los avatares que pasó para resolver el problema.

También compiló los textos de Pierre Roux, que aseguraba que nuestro sol no era más que una masa incandescente de excremento y que su basura trasmutada en energía de alguna forma guiaba el desarrollo humano.

No podía faltar Charlemagne-Ischis Defontenay, cuyo relato de un viaje interestelar lo ubica como un antecedente irrevocable de la ciencia ficción.

Pierre Roux, que un buen día de su vida común y rutinaria sufre una especie de iluminación. Él mismo lo ha escrito: “Fui agraciado con ideas tan sublimes que no pude evitar cosas que se me presentaban con la vivísima luz de la verdad”. Y ante el mandato de Dios de que escriba para revelar esas verdades esenciales se dedica a su tarea sin descanso, pero su idea de una pila todopoderosa, que se retroalimenta por sí misma, supera cualquier delirio científico.

Otro loco escritor fue Pauline Gagné, cuyo sentido utópico lo llevó a concebir el canibalismo como la solución a los males del hambre mundial. Un loco sobresaliente fue el lingüista Pierre Brisset, cuyos estudios y sesudas investigaciones lo llevaron a concluir que el lenguaje de la especie humana descendía de las ranas.

Augustin Bousquet, especializado en desentrañar las grandes interrogantes desde lo lingüístico-cabalístico. J. J. B. Charbonnel, quien escribió Historia de un loco que se ha curado dos veces a pesar de los médicos y una tercera sin ellos (1837), y ese “profeta bonapartista” Honoré Joseph-Fortune Roustan, cuyas profecías sobre el destino de Francia, la religión y el socialismo son de una exquisitez abrumadora.

Cada personaje es una mina de rarezas y pensamientos de una peculiaridad extraordinaria.

Por ejemplo, Joseph Lacomme era un analfabeta en sentido literal. Sin saber escribir ni leer llegó a la cuadratura del círculo. La escritora española Rosa Montero, haciendo referencia al libro de Queneau, escribe: “Lacomme no sabía leer ni escribir, pero era naturalmente despierto y voluntarioso, y consiguió aprender el oficio de tejedor y ascender socialmente a la categoría de obrero.

Así vivió laboriosa y anónimamente hasta los 44 años, momento en el que construyó un pozo en su casa. Como tenía que pavimentar el fondo, le preguntó al profesor de matemáticas del pueblo cuántos bloques de piedra necesitaba para un pozo de X anchura. Y el profesor le dijo que no le podía contestar con precisión, porque nadie había encontrado todavía la relación exacta de la circunferencia con el diámetro”.

Esto fue el interruptor para que la vida del pobre Lacomme diera un giro inesperado. Como era un hombre metódico, obsesivo y emprendedor, vendió las pocas posesiones que tenía, incluso su casa, y se dedicó a su trabajo. Sin saber contar empezó todo desde cero. Sus resultados fueron casi perfectos y aunque desesperaba a los académicos al final reconocieron su trabajo y lo llenaron de honores y diplomas, pero antes pasó por los manicomios y recibió un rechazo sistemático a sus investigaciones. No siempre el final es tan luminoso.

El caso de Pauline Gagné es emblemático.

De profesión abogado, quería ser famoso. Escribía artículos en diferentes diarios. Además había publicado uno que otro libro. Escribió un poema de tres mil versos sobre el suicidio. A Gagné se le ocurrían ideas un tanto estrambóticas y poco convencionales. Se le ocurrió crear un idioma universal, el monopangloto, conformado con palabras de veinte lenguas distintas. Estuvo varios años trabajando, de manera insistente, en este idioma, y cuando lo tuvo listo resultó tan absurdo y farragoso que no despertó el menor interés.

Gagné se sintió algo decepcionado, pero esto no disminuyó su espíritu creativo y escribió un nuevo libro titulado El cometa del anticristo. Como era un hombre altruista y que buscaba el bien para toda la humanidad, fue perfilando lo que sería la suma de su pensamiento utopista: la filoantropofagia.

Que no era más que la antropofagia con sentido filantrópico, es decir el canibalismo con sentido de solidaridad para erradicar el hambre. Gagné como filoantropófago pregona que debemos comernos a los ancianos y ancianas para mitigar el hambre, y para ello él sería el primero como ejemplo práctico de su teoría. Al final de su vida Gagné murió olvidado, loco extraviado y en la más desasistida miseria.

Raymond Queneau escribió: “En cierta época de mi vida me interesé por lo que se llama los locos literarios, que luego prefería llamar heteróclitos, tras haber acumulado documentos durante varios años y desenterrado cierto número de ellos, exhumados del negro polvo de la Biblioteca Nacional”. Muchos de estos heteróclitos escribieron libros para plasmar (o dejar testimonios) de esas ideas curiosas que hacían ebullición en su interior. Estos autores reunidos por Queneau muestran que, cuando los heteróclitos escriben, el mundo parece moverse de sus ejes y adquiere una dimensión más irreal e imaginativa que sobrepasa cualquier camisa de fuerza, cualquier límite impuesto por eso que con pomposidad.

 

 

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