Todo lector sueña con grandes bibliotecas, con laberínticos pasillos llenos de estantes repletos de libros, pero todo lector despierto piensa en esas bibliotecas imaginarias que jamás recorrerá.

La realidad que hace añicos cualquier molino de viento y que no se anda con sutilezas busca darte siempre lecciones contundentes. Algo de esto me ocurrió cuando estuve encargado como director de una biblioteca pública que entre textos escolares y libros de literatura, ciencia, arte y filosofía alcanzaría la cifra de apenas seis mil volúmenes.

Llegaba casi siempre una hora antes de abrir al público, en su mayoría estudiantes. Recorría la estantería donde estaban los clásicos literarios de siempre. Acariciaba los lomos alineados en esa perfecta simetría que tienen esas bibliotecas soñadas. De vez en cuando sacaba algún tomo y lo hojeaba y leía una que otra frase suelta. Lo colocaba de nuevo y esa magia obsesiva de la simetría volvía a impregnarlo todo. Paseando frente a los estantes comprendía a Jorge Luis Borges cuando escribió: “Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente”. De tiempo sólido está confeccionada también una biblioteca y en esas palabras que se acumulan existe un orden en ese caos huidizo de la imaginación. La biblioteca es orden encarnado, mientras afuera la vida tiene ese sabor desesperado del desorden, de ese ruido vital de la anarquía que de alguna manera busca escribirse en un libro.

Proseguí mi camino. Me aparté de ese orden de la biblioteca y volví a la vida azarosa. Después de algún tiempo aquella biblioteca se hundió, se sumergió por completo en la desidia gubernamental y aduciendo que el edificio presentaba fallas estructurales fue cerrada. Nunca supe el destino de los libros, por suerte no estuve allí para ver semejante hundimiento.

Una de las virtudes de las bibliotecas imaginarias es que su perdurabilidad en el tiempo no cesa y que s encuentran a salvo de cualquier miopía burocrática. Un recuento sucinto  podría iniciarse con la biblioteca en Londres, en el 221 B de Baker Street, en la que vivía Sherlock Holmes, el detective creado por Arthur Conan Doyle, la biblioteca de Hogwarts localizada en la cuarta planta de Hogwarts, colegio de magia y hechicería donde Harry Potter y otros estudiantes consultan libros, la biblioteca de la novela La sombra del viento de Carlos Ruíz Zafón que llaman “Cementerio de los Libros Olvidados”: “Un laberinto de corredores y estanterías repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible”. Por supuesto no puede faltar la biblioteca de Babel de Borges, la de la novela El Nombre de la Rosa de Umberto Eco. Infaltable la biblioteca del protagonista de Auto de fe, escrita por Elias Canetti, y cuyo dueño Peter Kien, un sinólogo que consagró su existencia al estudio y cuya pasión obsesiva son los libros el cual  alcanza los 25 mil volúmenes. Otra biblioteca muy particular es la de la nave estelar USS Enterprise, consistente en pequeños tabletas rectangulares que se insertan en un computador. Mi predilecta es la del Capitán Nemo, el sempiterno personaje creado por Julio Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino.

No soy el único cautivado por dicha biblioteca que viaja por los profundidades del mar. Alberto Manguel escribe: “La biblioteca del Capitán Nemo contiene doce mil libros de ciencia, de moral, de literatura, escritos en una multitud de lenguas. Tres características particulares la definen: en primer lugar, no hay libros de economía política, ya que ninguna teoría en ese campo satisface a su exigente lector; en segundo lugar, la clasificación de los libros es arbitraria, mezclando temas e idiomas sin orden lógico alguno, como si el capitán leyese aquello que su mano encuentra por obra del azar; en tercer lugar, en los anaqueles no hay libros nuevos”.

Una biblioteca bajo las aguas

Una biblioteca bajo las aguas

El capitán Nemo representa ese ideal romántico de la soledad (para Savater no es un malo, sino un maldito que se ha apartado de los hombres que le han hecho daño y la llama viva de la venganza lo consume). Un solitario que se hace acompañar de algunos libros. Los libros se convierten a la larga en una distracción, y el último contacto con el mundo exterior, para olvidar esos demonios internos que pugnan en el alma cuando estamos a merced de la soledad o como lo escribe Claudio Magris: “Un libro nos ayuda a no estar solos con nuestro desorden que nos consume, a no pensar en los que nos tortura inútil e implacablemente,…”

Otro aspecto, no menos fútil, es que algunas veces la biblioteca dice algo de su creador (o coleccionista), sin mencionar el hecho que hay bibliotecas que se encuentran en esa frontera movediza de la ficción, a veces resultan un tanto irreales. Allí está la biblioteca acumulada por Augusto Pinochet con un número de cerca de 55 mil ejemplares. La de Stalin estaba compuesta de veinte mil libros y la de Hitler sólo tenía dieciséis mil trescientos volúmenes. Manguel ha escrito que los libros a Nemo le han servido de guía, de conocimiento, de puente para mantener una vía con esa memoria común de la humanidad, pero los libros iluminan el camino, pero no deciden ni obligan a sus lectores a seguir determinada dirección.

En los huesos de mi alma quizá hay una biblioteca sumergida y de seguro se salvará del futuro que le espera a los libros con este mundo de velocidad digital que vivimos. En un futuro lejano seguiremos leyendo, soy optimista, y no creo que un régimen apocalíptico controle todo y prohíba leer para ejercer de forma efectiva el poder. Sin duda nuestros hábitos lectores se transformarán y las pocas bibliotecas que sobrevivan al tsunami tecnológico al final serán sólo extraños museos que conservan esos objetos que en el pasado se llamaban libros y utilizaban sólo el interruptor de la pasión para activarse.

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