Soy un ser humano y como tal, padezco de sus obsesiones, y es que no se me ocurre otra manera de denominar a esa manía enfermiza que tenemos de clasificar todas las cosas, personas, experiencias, relaciones, pensamientos y emociones, para más tarde empeñarnos en que encajen en alguna de las categorías que previamente hemos creado.

En general podríamos distinguir dos grupos principales, bueno vs. malo aunque también empleamos otras palabras como adecuado vs. inadecuado, apropiado vs. inapropiado, acierto vs. error. Pero:

¿qué ocurre cuando una emoción no cumple los requisitos que de ella se esperan y nos resulta complicado encasillarla?

Etiquetar una emoción, ¡qué ocurrencia!

Etiquetar una emoción, ¡qué ocurrencia!

Por ejemplo, digamos que un día de repente te sientes atraído por alguien al que hasta ese momento llamabas amigo. Tenías a esa persona perfectamente colocada en su lugar, él era tu amigo y vuestra relación se llamaba amistad. Cumplía todos los criterios que necesitaba para recibir esa denominación: os divertíais juntos, te escuchaba con atención, las confidencias entre vosotros eran algo habitual, nunca se olvidaba de felicitarte el día de tu cumpleaños y por supuesto, no despertaba en ti ningún tipo de atracción física o sexual. Pero un buen día, de manera inesperada ¡zash!, una mirada, un roce, una sonrisa o un irresistible deseo de besarlo convierte tu amistad en algo extraño y ambiguo. Tu amigo acaba de instalarse en tu cabeza y no piensa marcharse jamás.

Intuyo que sabes lo que sigue a continuación, ¿verdad?

Confusión, dudas y un tremendo caos al descubrir que tu hasta ahora perfecta relación de amistad presenta características nuevas que no esperabas y que de ninguna manera se ajustan a tus expectativas.

Llegados a este punto no hay vuelta atrás, el desasosiego se convierte en una vertiginosa cascada de preguntas que podrían resonar en nuestra cabeza más o menos así: “¿Realmente me siento atraída hacia él?”

Y de ahí, pasaríamos en milésimas a un inquietante: “¿Si me siento atraída por él, es que no es mi amigo?” (Nota: En la categoría amistad no se incluye, ¡vete tú a saber por qué!, el requisito: atracción o deseo sexual).

Al momento surgiría otra perturbadora cuestión: “Si no es mi amigo, ¿qué es?” (Nota: Obsérvese aquí la enfermiza obsesión por hacer clasificaciones de la que venimos hablando).

Entonces podríamos concluir torpemente: “Debe ser mi pareja (Nota: sin más y porque sí, lo hemos sacado de la categoría amigo y lo hemos colocado en la de pareja o novio dado que consideramos que cumple con una de sus características principales: despertarnos el deseo).

Bueno, pues este sencillo ejemplo de cómo funciona en muchas ocasiones nuestra mente, podría quedar en anecdótico si no fuera porque en la vida real tendemos compulsivamente a encorsetar nuestras emociones, pensamientos, experiencias y relaciones en compartimentos que previamente nosotros (los humanos), y sólo nosotros, hemos creado.

Etiquetar una emoción, ¡qué ocurrencia!

Etiquetar una emoción, ¡qué ocurrencia!

En este punto, y desenmascarados los devastadores efectos que puede tener la categorización sistemática, quiero proponerte una solución: evitar, en la medida de lo posible, emitir juicios, opiniones y críticas sobre lo que sentimos. Reconócelo, tú sabes igual que yo que lo que es, es. Y su nombre importa poco. Resultaría más saludable limitarnos a sentir nuestras emociones sin preocuparnos por el nombre que otros puedan darle o por si se ajustan o no a categorías preestablecidas.

No obstante, siendo realistas y considerando lo complicado que nos resulta como humanos no opinar, al menos seamos creativos y empleemos clasificaciones propias que se ajusten a nuestras opiniones con independencia de lo que los demás tengan que decir al respecto.

Recuerda, la vida es experiencia y no las palabras que empleamos para explicarla. La vida no se explica, se disfruta.

Sigue leyendo a Concepción Hernández

No Hay Más Artículos