1. Advertencia

“Se bien que se me va a decir: «Pero usted habla del autor, tal como la crítica lo reinventa después, cuando ya le ha llegado la muerte y que de él no queda más que una masa enmarañada de galimatías; entonces se hace necesario poner un cierto orden en todo eso; imaginar un proyecto, una coherencia, una temática que se pide a la conciencia o a la vida de un autor, quizás en efecto un tanto ficticio. Pero esto no impide que haya existido, este autor real, ese hombre que hace irrupción en medio de todas las palabras usadas, proyectando en ellas su genio o su desorden.»” (Michel Foucault, “El orden del discurso”).

 

  1. La cuestión teleológica

¿A quién van dirigidas (si es que van dirigidas a alguien en realidad) las cartas suicidas, esas cartas póstumas de quienes se decidieron (y efectivamente lograron) quitarse la vida? ¿A quién se le ocurre escribir un texto cuyo contenido no podrá discutir (y cuya lectura ni siquiera podrá cotejar) con el invisible lector?

La carta suicida es un texto que no espera respuesta, que no admite réplica alguna. En un principio, desde una perspectiva foucaultiana, la carta suicida está planteada desde la impronta fortísima e ineludible del autor (único e irrepetible), del autor comprendido como uno de los procedimientos internos de exclusión del discurso, del autor visto como agrupador del discurso, como origen y unidad de sus significantes, como foco (único, último) de su coherencia.

En otra instancia (acaso más compleja) también podemos ubicar a la carta del suicida en ese grupo (el tercero que plantea Foucault) de procedimientos de control de los discursos, aquéllos que determinan las condiciones de su utilización, que imponen a los individuos que los dicen cierto tipo de reglas y, de esa forma, no permiten a todo el mundo el acceso a ellos. Y a su vez, dentro de ese grupo, al específico enrarecimiento del discurso, merced a lo cual no todas las partes del discurso son igualmente accesibles e inteligibles: algunas de ellas se hallan evidentemente protegidas.

En esta segunda instancia, el suicida que ha decidido poner por escrito sus últimas palabras ha escogido un lenguaje enrarecido específicamente, a determinados fines. Esto es, a que ciertas partes del discurso no sean comprensibles a todos por igual. Finalmente, la regla, la razón, la justificación última de ese deliberado enrarecimiento la tiene ese sujeto autor, ya inapelable.

En cualquiera de los casos, tenemos a un sujeto (el suicida) que reúne en sí mismo todo el sentido (unívoco) del discurso que produce, un discurso inapelable, que excluye cualesquier otros posibles significantes.

“Todo participante de una escena sueña con tener la última palabra”, dice Roland Barthes en “Fragmentos de un discurso amoroso”, “Hablar el último, “concluir”, es dar sentido a todo lo que se ha dicho, es dominar por completo el sentido; en el espacio de la palabra lo que viene al último ocupa un lugar soberano, reservado. Todo combate de lenguaje se dirige a la posesión de ese lugar; mediante la última palabra voy a desorganizar, a “liquidar” al adversario, voy a infringirle una herida (narcísica) mortal, voy a reducirlo al silencio, voy a castrarlo de toda palabra.”

“¿Qué es un héroe?”, se pregunta más adelante Barthes e inmediatamente se responde: “Aquél que tiene la última réplica. ¿Se ha visto alguna vez héroe que no hable antes de morir? Renunciar a la última réplica (rechazar la escena) revela pues una moral antiheroica”. Si rechazar la posibilidad (el don, la gracia) de decir esas últimas palabras es una conducta antiheroica, ¿qué mayor héroe se puede postular que aquél que ya no las profiere (apenas), sino que las deja (definitivas) por escrito? Más aún: quien pronuncia sus últimas palabras se arriesga a la posibilidad de una réplica subsecuente, lo cual haría perder a esas palabras su condición de últimas. Quien las deja por escrito, heroicamente (siguiendo la línea barthesiana) no deja lugar a dudas, no da derecho a réplicas.

Para Barthes, ya la carta (y en particular la carta de amor) es una figura que posee una dialéctica vacía (codificada) y expresiva (cargada de ganas de significar el deseo): “¿Por qué he recurrido de nuevo a la escritura?/ No hace falta, querida, plantear situación tan clara,/ porque, en verdad, no tengo nada que decirte;/ tus queridas manos, de todos modos, recibirán esta esquela”, cita Barthes a Freud, que a su vez cita a Goethe. Define Barthes: “Como deseo, la carta de amor espera su respuesta, obliga implícitamente al otro a responder, a falta de lo cual su imagen se altera, se vuelve otra”. Contracara exacta de esta figura es la carta de amor suicida, que ya no espera respuesta alguna. Es, en sí misma, pregunta y respuesta, la imagen frente al espejo y su propio reflejo en el mismo acto. Ya no hay (no habrá) reciprocidad alguna posible, ya no más intercambios de promesas ni de signos. Allí, en ese terreno refulge la heroicidad del escritor suicida. Ya lo sentenció para siempre y para todos Cesare Pavese, otro miembro del club de los suicidas ilustres: “La única regla heroica es estar solo, solo, solo…”

Siguiendo la clasificación predicada por Umberto Eco entre obras abiertas y cerradas (siendo la obra cerrada la que plantea una sola lectura posible; y la obra abierta, aquélla que permite múltiples lecturas), la carta del suicida es, paradigmáticamente, por antonomasia, una obra cerrada: la obra cerrada.

El suicida (la carta del suicida) nos dice: “La última palabra la tengo yo”.

 

  1. las cartas suicidas

Las cartas, las cientos de cartas que le escribí, durante meses, a Helena, la terrible y esquiva Helena, cartas en las cuales le describía minuciosamente mi amor y mi sufrimiento, y que fueron (una por una) dejadas, abandonadas, escondidas para siempre en los lugares más visibles y prosaicos de la casa (en un anaquel vacío de la biblioteca, sobre la mesada, en un cajón de esos muebles innominados del baño), olvidadas más temprano que tarde, cartas que en las horas muertas de ese verano glacial y anacrónico fueron arrimándose (lerdas, monocordes) milímetro a milímetro a la ventana, cartas que al final se lanzaron al vacío, que cayeron (todavía indecisas) esos siete pisos, estrellándose delicadamente contra el suelo.

 

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