Alea jacta est! (la suerte está echada). ‘El Aprendiz’, título del reality show televisivo que popularizó a Donald Trump, ha llegado a la Casa Blanca. Y lo ha hecho, como se dice gráficamente, irrumpiendo como elefante en cacharrería. Primero, durante su toma de posesión sobre las escalinatas del Congreso, con un discurso inaugural pobre, atípico, afortunadamente breve, prepotente, brabucón, retador hacia la clase política tradicional y falto del glamur institucional e intelectual que se le supone a un nuevo presidente del país más poderoso del planeta. Después en el Despacho Oval (donde, por cierto, ha puesto cortinas doradas, ¡como no!, a tono con su hortera penthouse áureo neoyorquino) firmando sus primeros decretos para borrar de un plumazo el ‘obamacare’, el ambicioso plan nacional de salud de su predecesor para dotar de seguro sanitario a millones de estadounidenses sin apenas recursos. Y finalmente en el hall de la sede de la CIA en Langley (Virginia), donde se desmintió a sí mismo en un discurso lo que dejó grabado a fuego en piedra durante la campaña electoral: sus reiteradas críticas al colectivo del espionaje del país al que comparó con los nazis. Y, ¡cuidadito!, despreció, además, a los periodistas en un país con unos poderosos medios de comunicación que igual crean un mito de la noche a la mañana como lo destruyen en el mismo espacio de tiempo.

El aprendiz llega a la casa blanca

Con unas cortinas horteras doradas y eliminando el Obamacare inició Trump su mandato.

Pues todo esto hizo Donald Trump en apenas 24 horas en su primer fin de semana como presidente. Lo que se dice: haciendo amigos.

En su toma de posesión, Trump manchó la solemnidad que suele acompañar este tipo de espectáculos ‘hollywodianos´ que tanto gustan a los ciudadanos del Imperio. Y manchó sobremanera la institución presidencial, tanto en las formas, como en el fondo. Se presentó a este acto solemne como si de un nuevo mitin electoral se tratara, con la campechana arrogancia del candidato mamporrero, la chaqueta siempre abierta, barriga a la vista y una larga corbata roja que casi le cubría hasta lo que dice tener para doblegar a medio mundo, y se sentó sin la elegante postura que requería el momento, en acusado contraste con su elegante esposa Melania.

¿Quería así demostrar que iba a ser un presidente rompedor con la clase política de siempre y próximo a la ciudadanía común? Si ese era su objetivo lo consiguió, desde luego, y más aún ¿con qué? ¿Con un discurso florido e inteligente repleto de citas históricas y frases solemnes que quedarían grabadas en la psique colectiva para ser repetidas por las generaciones futuras? Pues no. Fue una arenga electoralista más, muy lejos de la solemnidad presidencial para la ocasión, en la que se comprometió a romper por completo, ¡cuidado!, con la casta política de Washington y devolverle el poder a los ciudadanos. La idea en sí es maravillosa y deseable en todos los rincones del mundo, pero en boca de Trump suena vacía, populachera, barata y demagógica, entre otras cosas, porque él mismo pertenece a la elite del país y porque la casta que dice que va a combatir, está dominada ahora por sus correligionarios republicanos, tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado, algunos de los cuales llevan décadas en el Congreso, y son quienes deberán avalar con sus votos toda política que emane de la Casa Blanca. No es muy inteligente criticar a quienes tienen que darle de comer políticamente. Pero él a lo suyo. No en vano, ya dijo sin rubor que se iba a presentar a la Presidencia del país por el Partido Republicano porque sus votantes eran tontos y votarían cualquier cosa. Tenía razón.

El aprendiz llega a la casa blanca

“Los periodistas se encuentran entre las personas mas deshonestas del mundo”

El elefante de la corbata roja (por cierto, el elefante es el símbolo del Partido Republicano) hizo el tradicional recorrido por la Avenida Pensilvania, que une el Congreso con la Casa Blanca, con una fuerte división de opiniones (léase pitos y aplausos) y cometió la ¿torpeza, osadía, chulería, arrogancia? de bajarse de la limusina blindada justo frente a uno de sus negocios inmobiliarios, el Trump International Hotel, seguido de su corte de barbies, para que las cámaras hicieran –y así lo hicieron- publicidad de su poderío empresarial.

El sábado de resaca, tras los tradicionales bailes presidenciales de etiqueta de la víspera, Donald Trump dio su primer discurso en el hall de la Agencia Central de Inteligencia (la CIA) ante unos 300 empleados, para desmentirse a sí mismo, acusando a la prensa de haberse inventado cuanto desprecio salió de su boca y su twitter sobre los servicios de Inteligencia del país y por mentir sobre el (ciertamente escaso) número de asistentes a su toma de posesión. A Trump le deben haber siseado al oído que no es muy inteligente meterse con los espías, que son los más capacitados para filtrar a la prensa los tejemanejes y turbio pasado del nuevo presidente y devolverlo a su penthouse, del que muchos dicen que no debería haber salido, o meterlo en la cárcel, que es donde a muchos les gustaría verlo.

Trump elogió a los espías y dijo en su discurso, ya como presidente, algo tan peligroso como que los periodistas se encuentran “entre las personas más deshonestas del mundo” por “mentir” sobre sus críticas a la comunidad del espionaje, pese a que hay tuits del propio Trump con tales críticas. El presidente dijo también que la prensa mintió sobre la asistencia de personas a su investidura y mandó a su portavoz, Sean Spicer, a tratar de demostrar lo indemostrable en la sala de prensa de la Casa Blanca. Hay imágenes y datos objetivos que muestran que la asistencia a la toma de posesión de un presidente fue una de las más bajas que se recuerdan.

Las relaciones de la prensa con la Casa Blanca nunca han sido buenas, ni tienen por qué serlo. Lo he visto con mis propios ojos cuando la cubrí informativamente durante cuatro años y medio. Bill Clinton también criticó a la prensa, como Trump ahora, y salió escaldado. No le quedó otra que respetarla y soportar luego sus feroces ataques cuando el presidente se vio involucrado en un escarceo sexual (una felación) con la becaria Mónica Lewinski.

Con Trump no va a ser diferente. Los mass media no se van a callar después de que el nuevo presidente llamara dos veces mentirosos a los periodistas sin razón alguna. ¡Pocas cosas hay más graves en Estados Unidos que mentir y que menos se perdonan! A Nixon le pillaron por mentir y acabó dimitiendo para evitar el juicio político (impeachment). Entre Trump y la prensa está en juego la mutua honorabilidad. Asistiremos a partir de ahora, sin duda, a una dura pugna de dos egos arrogantes.

 

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