Me delimito a la fuerza de su sinceridad, muestra sus limitaciones, deseos, placeres, andares, cadencias y las hebras necesarias para un lector de poesía —o quiera serlo—, como bien lo dice Alberto Hernández en el título de su libro: El nervio poético1. Ser de algún modo la línea de ese nervio: me registro, yo, un autor menor, me limito entonces con Hernández, tratando de sucumbir al desprendimiento de mi ego, buscar aquella sinceridad con la que se nos introduce —a la vez que nos fragmenta— dentro de la ciudad, su urbanidad. Y nos encanta en cada línea de este libro: la belleza nos seduce, pero lo hace desde el ritmo de esta ciudad, desde, también, su nervio que es la ruta de la otredad, por ejemplo, quiero imaginarme dónde se sentaron Ludovico Silva, Rafael Cadenas, Alfredo Silva Estrada o Caupolicán Ovalles (por sólo nombrar entre tantos mencionados) en aquellos bares de «Sabana Grande» que le pertenecen al placer, a la bebida, a la cita del poema que se induce por el sabor del vino, aquel sabor que supo identificar Ludovico Silva, sus amigos, sus poetas. Y la extraviada ciudad de los malditos. Los otros, ese es el ritmo. Y no es un camino conceptual, es, además, orgánico, sentido o lamentado como lo lamentamos en el poema, a partir del canto, a veces, un canto que se desvanece. Con este libro, camino, me represento en un espacio escénico que es Caracas. La de la poesía y el arte. ¿Es posible registrarlo con detalles? No lo habría hecho yo antes. Sin embargo, nace este libro y Alberto Hernández me toma de la mano y me lo recuerda en el recorrido. Me pulsa con las citas de los poetas o de sus poemas. El poema. Y ello, alrededor de un centro mayor: los poetas Eugenio Montejo y José «Pepe» Barroeta. Sus cuerpos, aquellos que recorrieron el mundo y esta ciudad en desasosiego, son representados en la voz del narrador, éste, que hace del relato el tejido de ese nervio, como tal, la bifurcación del signo y el sentido. Sin embargo, no se destaca aquello académico que ahora es este caminar. Alberto, mejor dicho, su narrador me aprieta la mano, sigue conmigo, me impulsa y me recuerda que no debo soltar aquella pasión por los poetas. La cual se me forma en el sentir de esa ciudad, del detalle y de la lógica de un paisaje interno, suave y otras veces con el ímpetu de la palabra, aquel ritmo necesario de su andar. Y si logro asir este ritmo es por su sinceridad, puesto que

 

El pensamiento poético arrastra mucho polvo viejo. Ya las metáforas existían antes de que el mundo apareciera como tal. Una esfera brillante, el ojo del Universo: la mirada de Dios y todos los secretos que guarda aún en estos tiempos de tantísimos libros, unos legibles, otros insoportables, como éste, que no es libro y que es insoportable. (p. 28).

 

 

El alfabeto sin mi libro: El nervio poético de Alberto Hernández

El alfabeto sin mi libro: El nervio poético de Alberto Hernández

y también —quiera o no Hernández— muestra el gesto de los poetas, como la antesala para decir de sí mismo que su libro no es un libro por insoportable. ¿Lo será por la desacralización de su voz narradora o la postura casi inocente de quien se somete ante la vida y obra de otros? Todo es posible en esa condición porque el pensamiento poético está por detrás de las palabras, cuando se percibe, en aquella voz del narrador, el éxtasis conceptual que se contiene. A partir de entonces éste nos estimula, alrededor de la misma mesa, a reconocer de esta poética sobre aquellas vidas de los poetas en cuestión quienes figuran, en la trasparencia del discurso, de enlace con la poesía venezolana, pero que se arraiga a la voz del narrador. Y éste, a fin de cuentas, se representa en el propio espacio racional del lector: nos exhibimos para el intercambio poético en cuyo polvo viejo nos envolvemos de la narración hacia la crónica y desde ésta al ensayo. Se sustituye el género por su propio alfabeto, es decir, el discurso se libera de la atadura y se desplaza con el lector, con la memoria, a la vez que construye su realidad: la alteridad de lo real se devuelve al lector con la misma diversidad con la que se interpreta el yo poético de unos y otros: me apropio del verso para introducirlo en un poema para el otro y el canto se unifica en lo que es aquí un ensayo que se nos disuelve en narración: ruptura de la formalidad hasta dejarnos llevar por la misma forma de la escritura que surgirá en el lector, en el alfabeto que se construye. Y es fragmentario por esa modalidad. El ensayo se articula en una narración que procura su prosa poética al mismo tiempo.

Por anticipado, Alberto Hernández explora el riesgo de esa aventura: si el lector busca una novela se hallará con un libro de ensayo y viceversa. La estructura entonces la define su lector. Tal riesgo de la derrota del género se sostiene de su autenticidad: es un libro de ensayo el cual encuentra el camino de la narración. Y cuando lo hace, se representa en su originalidad. Así que poco importa si lo leemos o no como una novela, pero la intención del autor se deja entrever: narrar y hacerlo desde otra articulación del discurso. Sin embargo la silueta de ese «género» se disuelve ante la fragmentación y, con ello, emerge su prosa poética, como si los géneros existentes no fueran suficientes. Necesita, además, de su propio formato. Se nos integra como una «sustancia» que penetra al lector. Y es sustancia por la fluidez de ese discurso en cuya formalidad del lenguaje la voz de aquel narrador no aparece de modo conceptual por sí solo, sino que exige de su cadencia, quiero decir que el lenguaje produce el catalizador liberador, siendo capaz de encontrarse en esta prosa narrativa con la que se nos describe el contexto de los poetas hacia el traslado de la poesía venezolana contemporánea: José Antonio Ramos Sucre, Juan Sánchez Peláez, Jesús Sanoja Hernández, Hesnor Rivera, Rafael José Muñoz, Francisco Pérez Perdomo, Luis García Morales, Rafael Cadenas, Juan Calzadilla, Jesús Enrique Guédez, Arnaldo Acosta Bello, Guillermo Sucre, Alfredo Silva Estrada, Villarroel París, José Lira Sosa, Ramón Palomares, Alfredo Chacón, Efraín Hurtado, Teófilo Tortolero, Víctor Valera Mora, Edmundo Aray, Caupolicán Ovalles, Ángel Eduardo Acevedo, Ramón Querales, Miyó Vestrini, Luis Camilo Guevara, Eugenio Montejo, Argenis Daza Guevara, Gustavo Pereira, Luis Alberto Crespo, Hanni Ossott y José (Pepe) Barroeta. Se cruzan con otros, se cruzan generaciones de poetas venezolanos: no falta Harry Almela, recientemente fallecido. Todos acompañan al lector, la memoria también se sostiene con los orígenes: Arturo Rimbaud. Guillermo Apollinaire, Esteban Mallarmé, Swedenborg, Paul Éluard, Valéry, Ungaretti, Allen Ginsberg y Fernando Pessoa o mejor Ricardo Reis, compitiendo con el Libro del desasosiego de su otro heterónimo llamado Bernardo Soares. Tratando de atrapar con este desdoblamiento a Eugenio Montejo. Atraparlo significa saber razonar con la alteridad y cómo hacer de ella una crónica simbólica de amor y poesía. También de rechazos porque la aventura no es ingenua, requiere del dato preciso, el registro de esa memoria impecable con el discurso y dispuesto al placer del lector al mismo tiempo. Con todo, aparecen los duendes, fantasmas y ángeles que nos humedecen el verbo con su sustancia:

 

Pensé que era uno de esos sujetos creados por Montejo, como yo, pero no. No era uno de nosotros. Me pidió un vaso de agua y se lo di solícito porque hablaba un castellano fino, casi inaudible y entrecortado.

—Yo soy José Antonio Ramos Sucre, de Cumaná.

En ese momento me di cuenta de que estaba hablando con otro fantasma. Pero no le di mucha importancia a ese hecho. En todo caso, dicen que estoy loco, cuestión que me favorece al momento de contar lo que ahora escribo.

—El poeta de El cielo de esmalte. (p. 93).

 

y de sus lectores, cuando entendemos que éste es un nervio que hilvana su nudo y deposita en nosotros el resto de esa «humedad» la cual nos conforta y encaja en nuestra alteridad, en nuestra imagen o nos construimos en esa identidad, puesto que de lo que se trata es de fundar una imagen. Razón por la cual se nos exhibe la narración desde ese lindero de la prosa poética y no, en cambio, de la descripción, de la técnica narrativa a la que estamos acostumbrados. Aquí hay una ruptura con la técnica narrativa y nos promueve esta manera diferente de escribir una novela: fragmentada y simbólica. Pero es algo más: postura ante el arte, con el que se pretende reunir vida y obra, vida y poesía, como si Alberto Hernández (¿el narrador?) quisiera expresar de su cotidianidad la importancia de ese gesto al reconciliarse con el homenaje: el poema es una instancia del cuerpo porque en él es donde se «vacía» la poesía. Eugenio Montejo y «Pepe» Barroeta serán la transparencia ante el lector como mecanismo del yo poético por relevarse y descubrir sus duplicidades, el portal de esa otredad hecha verso, canción y poema de cada poeta, también, la fragmentación del otro que se transfiere, a un tiempo de la narración, a los yoes de sus poetas: el espejo abierto de tantos fragmentos como verso aparecido en medio de esta crónica que se me hace novela. Es fragmentario en tanto a la articulación del discurso, pero unido en esa posible hermenéutica que Alberto Hernández ejerce de la literatura venezolana. En ese nervio constituyente aparecen sus movimientos, grupos y revistas literarias: Grupo Viernes, Sardio y Tabla Redonda, El Techo de la Ballena, La República del Este, la Revista Poesía, otras cosas. Todos los poetas y el mundo. Y este mundo es del tamaño de la República del Este. Si entendemos que es donde se reúnen los poetas es el patio de lo dionisiaco, el respiro de una ciudad, el desasosiego de un país. Cuando abro este libro me huele a eso: alegría, vino, tertulia, canto y poesía sobre las calles de Caracas. Y ninguna calle de Caracas está sola, viene llena de todo paisaje venezolano, aun por simbólico que lo sea, todo, estará metido en el verso de Eugenio Montejo y José «Pepe» Barroeta y éstos en todo: Sabana Grande también es Mérida, su bienal literaria, lo que queda de tanto increpar al país, este lado desdeñado en su recóndita memoria: la poesía.

El tratamiento de la vida de estos poetas, cómo esta acción donde funciona un movimiento muy particular: la vida de aquéllos y ese mismo gesto se hace poema en el lector. Un libro sobre escritores y los escritores de muchos libros. Es allí donde funciona lo novelado y lo encantatorio del libro: envolvernos en el rincón íntimo de Hernández, pero que se expande a todos los lectores. Y mis referentes literarios quedan exhaustos. Estoy solo. Regreso a este libro. Necesito una segunda lectura. Yo en el desasosiego. Separo entonces mi ignorancia. Y las estructuras de análisis quedarán a un lado para llenarme de la poesía de Alberto Hernández, ésta, que es la acción narrativa de los poetas mencionados. La otra opción será volver a leer el libro para adentrarme a ese ritmo de su fuerza poética. Acá la poesía se «piensa», en tanto se hace orgánica en esa relación entre poeta y lector.

 

No seré el mismo lector. Necesitaré de la poesía venezolana.

 

 

(1)El nervio poético. Alberto Hernández  Premio xvii Anual transgenérico 2017 de la Fundación para la Cultura Urbana. Edición Nº 14. Caracas, 2018.

Foto: Alberto H. Cobo.

 

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