—Carlos… ¡espabila! —gruñó Agustín, dando un pequeño golpe con la palma de la mano sobre la mesa.

—¡Ya, ya! El texto es muy difícil, la mitad de las palabras están en latín —dijo el joven arrojando sobre la mesa el bolígrafo con el que jugaba—. ¡Yo paso!

Carlos, un adolescente bastante holgazán, que intentaba terminar el último año de bachiller, compartía todas sus tardes con Agustín, un profesor de lengua jubilado, que le ayudaba a cumplir con su objetivo.

Dar clases particulares a los hijos de sus vecinos era su forma de mitigar la soledad en la que se encontraba desde la muerte de su mujer, la musa de todas sus historias.

Llevaba muchos meses sin escribir cuando decidió transformar su despacho. Una nueva actividad aparentemente improvisada, pero nada más lejos de la realidad. Colocó una pequeña mesa rectangular a un lado de la ventana, con muy buena luz, justo delante de su escritorio y por detrás, una estantería con todos sus libros de la época en que trabajaba en el instituto del pueblo. Nunca tenía más de un alumno a la vez, decía que así era mejor para evitar distracciones.

Tienes un diccionario de latín a tu espalda, —dijo Agustín— cógelo y vamos a ver qué es lo que no entiendes —el profesor sonrió y movió una silla para sentarse junto al joven.

—Mi madre dice que fuiste profesor de mi padre.

—Sí. Primero en el instituto y después en la universidad. Le daba redacción periodística, en segundo de carrera.

Carlos, que ya había cogido el diccionario, lo abrió por la letra g, lo colocó sobre la mesa y continuó preguntando.

—¿Y por qué lo dejaste?

—Dejé solo el instituto, quería tener más tiempo para escribir.

A estas alturas de la conversación, Carlos sentía que había desviado la atención de Agustín lo suficiente como para librarse de la tarea. Cerró el diccionario, se cruzó de brazos, se reclinó sobre el respaldo de su silla y se dispuso para animar al profe a seguir hablando.

El mentiroso

El mentiroso

—¿Y sobre qué escribes?

—De todo un poco, principalmente literatura de ficción.

—Ah. Claro, por eso mi padre dice que desperdicias tu talento escribiendo mentiras.
—Bueno, sí, en cierta medida los escritores de ficción somos unos mentirosos.

Agustín, acostumbrado a trajinar con la picardía de los adolescentes, decidió seguirle la corriente. Pensó que podía darle un escarmiento.

—En realidad los escritores estamos obligados a perfeccionar el arte de la ficción. Cada frase que sale de nuestra pluma debe tener un aspecto impecable y transparente como la verdad.

Agustín se levantó y se acercó a la ventana, corrió el visillo color crudo y dijo:

—Cuando escribo un relato que sucede en un jardín como este, —dijo señalando hacia la calle— puede ser tan exacto como yo quiera porque estoy dentro de un universo imaginario.

Sin dejar de hablar se dirigió hacia su escritorio y se sentó en su sillón, justo frente a la mesa de Carlos y continuó con su explicación.

Una mentira en literatura debe ser como una telaraña. Sobre ella brillarán las desventuras de los protagonistas como gotas de rocío. Así los lectores se sentirán mágicamente atraídos, quedando atrapados en los finos hilos de la pegajosa tela, a merced de los caprichos de la historia. —Agustín acompañaba cada palabra con sus manos, recreando la actividad de una laboriosa araña—. El escritor debe lograr que su invención sea creíble. Su historia estará hecha con ideas tan limpias que los lectores no dudarán en aceptarlas.

Su tono de voz moldeaba cada palabra hasta convertirla en una perfecta imagen. Carlos, lo miraba extasiado; continuaba reclinado en la silla dejando caer los brazos sobre sus piernas.

—Por eso, —dijo Agustín— en el caso de que no seamos capaces de inventar mentiras invulnerables, resulta preferible decir la verdad, la propia y exacta verdad.

Con aquella última frase, Carlos, se sintió pillado. Se incorporó bruscamente. Las gafas de sol, a medio deslizarse sobre su frente, cayeron sobre sus ojos como un antifaz para ocultar el rostro del timador.

—Bueno, creo que ya está bien de tanta charla —dijo Agustín—. ¿Volvemos a nuestras tareas?

Aquel narrador que había cautivado la atención del joven volvía a ser el profesor gruñón de todas las tardes. Carlos, desconcertado y avergonzado se sentía incapaz de continuar con la clase.

—No. ¡Mejor no! Yo me marcho. Tengo un partido de fútbol con mis compañeros. Ya seguimos mañana.

—¡De eso nada! Le prometí a tu madre que te irías con el tema aprendido para el examen de mañana. Así que ¡espabila!

«Menudos muchachos estos López, padre e hijo cortados por la misma tijera, con lo listos que son y qué difícil resulta encarrilarlos.»

Mientras Carlos buscaba sus dudas en el diccionario, Agustín cogió lápiz y papel y miró por la ventana sonriendo gratamente.

¿Qué hay al otro lado de tu ventana? ¿Estás preparado para escribir tu historia?

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