Hoy sí que es un día complicado.

Lo peor de esta situación es perderme la reunión de todos los viernes. Además, en honor a la sinceridad tengo que decir que este olor a desinfectante me está matando. ¡Qué fastidio!

Sabes, el lugar donde nos reunimos se llama Detertulias. Huele siempre a café, aunque cuando miro las fotos antiguas que decoran sus paredes tengo la sensación de oler a humo. A Ducados, ¡madre mía! ¿Cuántas cajetillas me habré metido entre pecho y espalda?  Te aseguro que la semana próxima no me pierdo la reunión ni muerto.

Pensar que yo creí que aquel viernes, en el que todo se había vuelto del revés, había sido horroroso. Recuerdo que entré en la cafetería, con paso acelerado como de costumbre, en busca de mi mesa. Tres o cuatro segundos y comprobé que tendría un viernes complicado. Mi mesa estaba ocupada por una pareja con pintas muy raras. «No me lo puedo creer, llevamos más de veinte años reuniéndonos aquí y siempre en la misma mesa. ¡Qué fastidio!» pensé.

La encargada se me acercó y dijo:

—¡Señor Ferrán! Buenas tardes.  ¿Cómo usted por aquí tan temprano?

—Hoy es viernes, día de tertulia —le dije mientras me quitaba el sombrero— Como bien sabes, nos gusta sentarnos junto a la ventana.

—Sí, lo siento, su mesa está ocupada; ya sabe, los turistas son un poco impertinentes. ¡Seguro que no vieron el cartel de reservado! Pero tengo esta mesa libre.

La mujer, bastante afligida me ofrecía un lugar relativamente cómodo cerca de la ventana y junto a unas viejísimas estanterías de roble repletas de libros, que los clientes dejábamos allí para compartir con otros lectores. Seguramente los leerían acompañados de un buen café y quizás hace algunos años, también de un cigarrillo.

—Tranquila —le dije—, no pasa nada. Ese lugar está muy bien.

Las mujeres guapas siempre pudieron conmigo. Mientras me preparaba la mesa le comenté cuánto echaba de menos el bullicio apagado de los tertulianos que solían frecuentar el café cuando yo era joven.

—Sabes —le dije—, yo era de esos lectores solitarios que miraban de forma amenazante a los clientes cuando elevaban demasiado el volumen de la charla. ¡Me encantaba! Es que siempre fui un poco cascarrabias.

La encargada siempre estaba de buen humor. Sonrió, se separó unos centímetros de la mesa que acababa de limpiar y dijo:

—Hoy hay algo más de ruido, pero seguimos sirviendo el mejor café del barrio.

—Sí, y además tienen el personal más simpático —con un guiño di por finalizada la conversación y me senté a esperar a mis dos amigos—. Gracias, guapa.

Tras algunos minutos llegó Bernat, tan despistado como siempre, se dirigió hacia nuestra mesa habitual. Yo, allí de pie, haciendo señales. ¡No me veía!

—¡Bernat, aquí! Hoy tenemos nueva ubicación.

—¿Y este cambio? ¡Cada día más cerca de los libros! —Bernat, miró a su alrededor buscando dónde dejar su abrigo—. ¿Y el perchero?  Claro, junto a nuestra antigua mesa, es que… ¡Bueno, aquí se queda!  —Dejó caer la chaqueta en el respaldo de su silla y sin dejar de protestar continuó con su monólogo—.  Casi no vengo, estuve toda la semana en Galicia y estoy muerto; regresé anoche a última hora.

—¡Mira, es Joan! —dije y me puse de pie para que viese nuestra nueva ubicación—. Aquí estamos.

—Buenas tardes —dijo Joan.

Colgó su abrigo en el perchero, que estaba junto a nuestra mesa habitual, miró a los turistas algo extrañado y se encaminó al nuevo sitio, restando importancia al cambio.

—Acabo de leer un artículo que me ha resultado muy interesante —comentó Joan—, parece ser que todos tenemos un doble en alguna parte. ¿Qué tal si lo comentamos?

—Bien. Es una soberana estupidez lo de los dobles —dije—, pero de algo hay que hablar. Además creo que he visto algo sobre el tema por aquí. —Me levanté en dirección a la estantería para buscar un libro.

—Cada vez que escribo una historia —dijo Bernat— tengo la sensación de tener un doble vive el relato que acabo de inventar —y sonrió—. Nunca lo comenté por temor a que me tacharan de loco.

Siempre traía algún ejemplar de sus libros para dejar en la biblioteca del café.

—¡Tacharte! ¿Pero qué dices? Estamos seguros de tu locura, tantas historias de crímenes que escribes te han sorbido el cerebro —le dije mientras continuaba buscando en la estantería—.  ¡Aquí está el libro que quería! Esta es la ventaja de sentarnos junto a la librería.

Un viernes distinto

Un viernes distinto

Joan, tan relajado y discreto como de costumbre, soltó una carcajada dejando caer sobre la mesa la revista con el artículo en cuestión.

—¿Ferrán, quieres sentarte de una vez? ¿O solo escuchas cuando a ti te interesa? —dijo Bernat.

—¡No, no! Ya estoy. Solo quería pedir a la camarera que nos traiga lo de siempre.

Un último gesto y me acomodé para hablar del tema, tan poco atractivo, que proponía mi amigo.

Bernat, como buen aficionado a la escritura, intentó dar un aire misterioso a la situación, pero solo logró que mi aburrimiento aumentara.

—Se han fijado, tenemos camarera nueva. Y muy guapa. —Tuve que interrumpir la soporífera lectura.  ¡Ya no podía más!—. Mejor continuamos más tarde con la discusión, ahora disfrutemos de las vistas. —Sonreí con picardía a la muchacha que se acercaba a nuestra mesa.

—Café y coñac. ¿Para quién es?

—Para mí. Hola, soy Ferrán.

—Buenas tardes —la joven sonrojada bajó la cabeza y continuó sirviendo—. ¿Capuchino y tarta de chocolate?

—Aquí, por favor —Joan retiró la revista de la mesa dejando lugar a su pedido.

La camarera, con el último café en la mano, miró a Bernat.

—¡Oh, Dios mío es el muerto! —Pálida, dejó el café sobre la mesa y se dirigió corriendo al mostrador.

—¿Qué ha pasado?  —dijo Bernat—. No he dicho nada y ha huido despavorida.

—Bernat, ¡eres muy feo! Menudo efecto causas en las mujeres. —Joan no podía dejar de reír.

Tras algunos minutos se acercó la encargada para disculparse.

—¡Qué mal día llevamos hoy! Lamento lo sucedido. Permítanme que les explique. Ayer atracaron a un hombre en el cajero de la esquina, la muchacha lo socorrió y quedó muy impresionada.

Los tres nos miramos más desconcertados que antes.

—¡Perdona! Sigo sin entender la reacción de la joven —dijo Bernat.

La mujer dejó sobre la mesa el periódico que llevaba en la mano y señaló una foto y el título del artículo. “Un hombre en coma. Trágico resultado de un atraco en el Barri Gòtic”.

—Compruébelo usted mismo —dijo la encargada, mientras giraba la prensa hacia Bernat—, se le parece muchísimo.

Todas las miradas se dirigieron hacia la foto.

—Bernat, ¡tienes un doble! Es clavadito a ti —dijo Joan.

—¡Y tanto! Es mi hermano, mira el nombre.

Bernat volvió a coger el periódico, su rostro se desfiguró, la angustia lo llevó a tomar una decisión precipitada.

—¡Me marcho al hospital! —Sin más palabras se abrió paso entre las mesas.

—Bernat, te dejas tu abrigo, espera que voy contigo —Joan se levantó, cogió la prenda olvidada y salió corriendo detrás de su amigo—. Ferrán, ¿nos vemos el próximo viernes?

—Sí, claro. Vete, luego hablamos.

Joan levantó la mano asintiendo y continuó su atropellada persecución. La tertulia se dio por terminada.

—Menuda locura de tarde. ¿Verdad?

—Ay, señor Ferrán. ¡Qué buena historia! —dijo la enfermera que le había colocado la vía para el suero—. ¿Sabe qué vamos a hacer? Controlo un par de pacientes en la sala de al lado y vuelvo. Usted haga memoria y me cuenta otra aventura.

«Si es cierto que todos tenemos un doble en alguna parte, ¿qué historias estará viviendo el mío?»

Pero qué tonteras estoy pensando. Mejor cuento las gotas que caen del suero mientras vuelve. El próximo viernes dejaré Bernat y Joan a cuadros cuando les cuente lo simpática y guapa que es la enfermera que me dio mi primera quimio.

Sigue leyendo a Liliana del Rosso

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