Se despertó como siempre, con el trino del mirlo que le anunciaba como cada amanecer, el inicio de un nuevo día… Sin embargo, se resistía, como cada mañana, a abrir los ojos y volver a despertar.

No recordaba cuándo fue el momento exacto en el que lo perdió todo. Había perdido por completo la noción del tiempo, al igual que había perdido por completo la noción de su propio ser.  Quizás fue hace unos meses, unos años, o solo hace unos instantes.  Y cuánto tiempo había pasado desde que le dieron el alta y lo enviaron a casa, seguía siendo un misterio para él. De pronto se abrió la puerta y allí estaba, con su triste sonrisa, tras la que no podía disimular, como cada día, que acababa de llorar. ¿Era aquella mujer menuda y de pelo cano, su madre de verdad? La recordaba  mucho más joven, con el rostro bronceado y sus brillantes ojos verdes siempre amables. Sus manos, sin embargo, seguían siendo para él como dos delicadas mariposas que revoloteaban a su alrededor, como cuando era un niño, quitándole la ropa mojada y lavando su cuerpecillo con tal delicadeza que no podía evitar que sus lágrimas mojaran su pecho y su alma. Sus piernas inertes, sus manos y su cuello retorcidos en una postura imposible.

Las úlceras habían comenzado a devorarle no sólo por fuera, sino también por dentro. Su madre le cantaba dulcemente y le contaba cosas de cuando era un niño, con la esperanza de animarle, sin saber que todo aquello solo contribuía a la tortura de vivir sin vivir, de sentir sin sentir, de recordar queriendo  olvidar aquella tarde lluviosa de un 13 de abril, cuando un coche saltándose un semáforo los embistió con tal furia, que salieron disparados como dos muñecos de trapo. María, que se abrazaba con fuerza a su cuerpo, sufrió una contusión y quemaduras, mientras que él… ¿Por qué, por qué?, se preguntaba una y otra vez, no había abrochado su casco, ¿por qué? ¿Por qué fue tan imprudente? De aquel fatídico día, casi no podía recordar nada. Una fiesta, un beso, una petición, un sí… Un chirrido de motor, un tremendo estruendo, olor a metal y gasolina, la lluvia sobre su rostro,  sirenas  a  lo lejos, y luego… luego, nada. Lo siguiente a aquel recuerdo onírico,  era el  techo de un hospital, el olor a medicinas, voces que le hablaban y a las que apenas entendía,  y miedo, mucho miedo. Manos sobre su cuerpo, carreras y olor a sangre, su sangre. Alguien llorando en una esquina, un teléfono sonando y después…

Durante los primeros meses María había estado a su lado, y también todos sus amigos que se  turnaba para ir al hospital y contarle cómo iba la cosa. Sin embargo no sabría decir bien cuándo, las visitas se fueron espaciando, hasta que  un día cualquiera ya nadie vino a verle. Su madre le contó que María se había marchado a trabajar fuera y aunque llamaba casi todos los días, le era muy difícil venir a visitarlo. Por otro lado le contó que Miguel se había casado y que Verónica y Amalia estaban inmersas en un programa de cooperación internacional. Claro, la vida continuaba fuera de aquella habitación, como tenía que ser, aunque para él el tiempo se había parado en el momento en el que su casco salió disparado rodando por los aires, y  dejando su vida en manos del asfalto mojado. Para él solo existían dos cosas, las manos de su madre y el canto de aquel pequeño mirlo. A menudo le gustaba imaginar que él  era aquel mirlo que cantaba desde el tejado, y que quien estaba postrado en la cama solo era una caricatura de sí mismo. Intentaba imaginar cómo sería posarse en las ramas de un almendro en flor, desplegar las alas y sobrevolar el campo en primavera, sentir la lluvia en su cuerpo y dejarla secar bajo los rayos del sol. Acariciar de nuevo el cuerpo de María, y volver a sentir sus cálidos besos sobre  su ahora acartonada piel. Cerró los ojos fuerte, muy fuerte, y quiso salir de aquella cárcel de piel y huesos. Gritó de rabia y de impotencia, pero nadie pudo oír su plegaria.

 

Su madre abrió la puerta como cada mañana, tras secarse las lágrimas y vestirse con su triste sonrisa llena de amor. El canto del  mirlo inundaba la habitación,  como cada amanecer, pero esta vez  se había atrevido a posarse en el alféizar de la ventana.  El cuerpo de su querido hijo descansaba relajado sobre la cama, como si nunca nada hubiera pasado, como si nunca hubiese olvidado abrochar su casco, como si nunca aquel coche hubiese segado sus vidas, como si de un momento a otro  se fuera a volver a  levantar  y a abrazarla de nuevo. Su rostro volvía a mostrar una olvidada expresión de serenidad y calma reencontradas, y  una lágrima solitaria había quedado grabada en su mejilla. Corrió a su lado y se abrazó  a él fuerte, muy fuerte,  intentando contener su dolor. Fuera, la lluvia comenzaba a golpear los cristales,  mientras el pequeño  mirlo desplegaba sus alas, para por fin volar libre hacia otros tejados y otras  ventanas.

Era de nuevo 13 de abril,  no había dolor, ni olor a sangre, ni olvido, ni recuerdos… y  Javier volvió a ser dueño de su vida.

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