Era la tercera vez que nos llamaba a merendar…

Nosotros seguíamos muy callados e inmóviles en la habitación que había pertenecido a nuestras madres y en la que posiblemente compartieran confidencias y sueños entre risas y juegos. Nos encantaba jugar al escondite negro. El juego consistía en escondernos todos en la misma habitación y cerrando ventanas y puertas dejar la estancia completamente a oscuras. Mientras uno de nosotros contaba hasta 20, el resto nos escondíamos. La gracia estaba en caminar por toda la habitación que previamente habíamos examinado para recordar dónde estaba cada cosa y no tropezar; y caminar a oscuras con los brazos extendidos intentando encontrar al resto. La habitación era la más grande de la casa y la que mejor olía. Tenía dos camas de madera con colchones que al tumbarnos sobre ellos nos abrazaban como un gran oso de peluche, una mesilla con una lamparilla de luz amarilla, un armario también de madera, sin adornos ni virguerías, y una cómoda con un espejo que nos devolvía una imagen bastante grotesca y deformada de nuestros infantiles rostros. A mis primas y a mí nos encantaba sentarnos delante de él para preguntarle quién era la más bella, aunque nunca nos llegó a contestar… Olía a madera y a pared recién encalada.

Estábamos deseando que llegara junio para tener las tardes libres y subir a casa de la yaya Teresa, donde nos reuníamos todos los primos y estábamos hasta bien entrada la noche compartiendo juegos, risas, pan y queso.

La casa de la yaya Teresa. Crónicas de verano

La casa de la yaya Teresa. Crónicas de verano

La yaya Teresa nos recibía con su cálida sonrisa y sus brillantes ojos llenos de amor, y aunque a veces se hacía la enfadada, todos sabíamos que le encantaba que le enredáramos la casa y que la llenáramos de risas y carreras. Y es que sentada en su mecedora y cerrando los ojos volvía a revivir otros años de lucha y de felicidad en la que ella y el yayo tuvieron que sacar adelante a 6 churumbeles con el trabajo de sus manos, el dolor de sus espaldas y sobre todo con su infinito amor.

La cambra, así es como la llamaba mi yaya, era mi estancia favorita. Se trataba de un espacio en el piso superior donde se guardaba el grano y que actualmente mi yaya utilizaba de desván o trastero. Se accedía a ella a través de una puerta que daba paso a una estrecha y empinada escalera de peldaños imposibles, que nos transportaba, a un lugar atrapado en otro tiempo y lugar.

Del techo colgaban extraños instrumentos que a mí me gustaba imaginar que eran mágicas armas de otras épocas fraguadas por algún semidiós, con las que vencer a terribles dragones y villanos, en lugar de herramientas para la agricultura, como así eran. A pesar de que el yayo ya no se encontraba entre nosotros desde unos cuantos años, aún había una chaqueta de un desgastado marrón suya suspendida de un viejo clavo enrobinado, que, al contrastar con la blanca pared, parecía estar flotando como por arte de magia. Yo solía inspeccionar sus bolsillos por si se le ocurría dejarnos algún mensaje oculto. Allí, comenzaba otra aventura, la de la búsqueda del tesoro. Porque en la cambra de la yaya había un gran tesoro… En un bote que hace mucho, mucho tiempo, debió de contener alguna conserva, permanecía oculto un tesoro de incalculable valor. Extraños botones dorados y de raros materiales, que seguramente pertenecieron a un valiente caballero, un carrete oxidado de alguna máquina del tiempo, una llave de un reino perdido, cristales de colores que al reflejar la luz que entraba por la ventana, nos contaban historias de piratas y amazonas… En el lado derecho de la estancia había una diminuta puerta de madera color verde por la que solo cabía un niño, una persona pequeña o una persona agachada, que daba a un espacio de pocos metros por el que se accedía al tejado y al que mi primo se solía subir para contemplar desde lo alto hasta dónde llegaba nuestro reino.

En las paredes aún se podían distinguir corazones y caricaturas pintadas a carbón, con el nombre de cada uno mis tíos y tías, el de sus novios y novias y el de mis padres. Al mirar hacia abajo por encima del murete que hacía de barandilla, se podía ver el patio de las gallinas, donde mi yaya tenía varias gallinas, un gallo, a veces patos a los que les encantaba chapotear en el cuenco del agua y pisotear el de la comida; y que además era el lugar de reunión de una banda de gatos que encontraban agua y comida gratis siempre que venían, y a los que decidimos bautizar como la banda de los gorrones. Los gatos iban y venían a su antojo siempre liderados por el gato blanco, que parecía ser el jefe, y al que seguían sumisos el gato tigre, el negro, el mestizo y el de los ojos verdes. Una robusta pila de piedra moteada y desgastada por el uso, presidía el pequeño patio que para nosotros era de dimensiones descomunales. Solíamos hacer batallas de agua, a lo que la yaya solía reñirnos, porque luego le poníamos la casa perdida y, además, “podíamos coger una pulmonía”, y a ver “qué decían nuestras madres…”

Y así pasábamos las tardes de verano, compartiendo juegos, risas y meriendas; viviendo increíbles aventuras hasta que anochecía y nos despedíamos con un “hasta mañana”. Mis primos y primas solían marcharse antes, mientras que mis hermanos y yo esperábamos a nuestra madre que venía a recogernos después del trabajo. La yaya se quedaba en casa recogiendo, mientras tarareaba una canción que no se sabía muy bien, y con la seguridad y la dicha de que mañana volveríamos a llenar la casa de juegos, agua y carreras.

La casa de la yaya Teresa. Crónicas de verano

La casa de la yaya Teresa. Crónicas de verano

Poco a poco, los primos y primas nos fuimos haciendo mayores, y cada vez subíamos menos a casa de la yaya, hasta que únicamente íbamos a visitarla los domingos por la mañana y casi nunca volvimos a coincidir todos al mismo tiempo, hasta que la yaya enfermó. Recuerdo sus últimos días en su cama de hierro forjado, en la que se despidió de todos nosotros una mañana de frío invierno. Sus brillantes y amables ojos dejaron de brillar, y la luz se apagó de repente en la habitación, en la cambra, y en nuestros corazones.

La mente es caprichosa, enturbia y deforma nuestros recuerdos, sin embargo, las paredes y los lugares, estoy segura de que tienen memoria. A veces paso por delante de la casa de la yaya convertida ahora en un garaje, y si cierro los ojos, puedo viajar en el tiempo y encontrarme de nuevo en el patio de las gallinas, jugando con el agua de la vieja pila, dando de comer a los gatos y a los patos, con el pelo despeinado y la ropa pegada al cuerpo. Y si presto mucha atención, todavía puedo escuchar las risas y carreras de mis primos y mis primas al subir corriendo la cuesta que llevaba hasta la a casa de la yaya, el olor a cal y a madera, el brillo de unos ojos llenos de alegría al abrirnos la puerta, el pan y el queso, y el hasta mañana de aquellos niños y niñas que siempre vivirán en nuestros corazones.

Sigue leyendo a Lola Gil

No Hay Más Artículos