Érase un pueblo que, en su momento de gloria, había sido tan próspero que gentes de todas partes se habían trasladado allí. Pero hacía ya demasiado tiempo de aquellos días. Ya mucho antes de la crisis económica que azotaba al mundo, este pueblo estaba muriendo, aunque sus habitantes no lo veían… O quizá no lo querían ver.

 

El pueblo de humo y espejos

El pueblo de humo y espejos

Triste de ver todos los días cómo, poco a poco, se iban cerrando comercios, empresas y bares, había un vecino que sabía que se podía conseguir revivir a su pueblo. Tenía muchas fórmulas y energía, pero empezaba a cansarse de hablar con otros vecinos, ofrecerles sus ideas y estrategias, y ser ignorado.

 

Aquel pueblo no sólo no era consciente de estar moribundo, si no que aún se creía una ciudad, idea errónea que se formó de sí mismo en aquel breve espacio de malograda expansión tan lejano ya en el tiempo. Aquella necedad la veía en cada reacción ante las soluciones que proponía a diestro y siniestro. Y ya le cabreaba que le mirasen como a un loco o a un extraterrestre. Estaba desesperado.

 

Tenía la solución en sus manos, pero nadie se molestaba en considerarlo digno de atención. De seguir así, la muerte anunciada del pueblo pronto no tendría vuelta atrás. Y él se iría a donde le escucharan.

 

Como tantos otros jóvenes, se marcharía a otras tierras más prósperas, con más oportunidades, o, simplemente, a lugares que luchen y no se rindan a la crisis, conscientes de su verdadera realidad. Sin cortinas de humo y sin espejos deformados que les muestren aquello que quieran o estén dispuestos a ver.

 

Sigue leyendo a Lucía Pravia.

 

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