En Guacara vivía José, un criollo rico pero de pobres modales, junto a  su hijo Juan y disfrutaban de la vida. Con el tiempo el padre comenzó a sentirse viejo:

—Juan, debes casarte.

— ¿Por qué?

—Pronto necesitarás una esposa, ya es 1.864. Estoy viejo.

Juan se casó con Rosa y el anciano murió. Juan lloraba mucho a su padre.

Al tiempo Rosa le dijo: — ¿Qué te parecería ir a pasar una temporada en Caracas?

— ¿Y para qué?

Ella pensó: “Para poder pasarlo bien”, pero dijo: —Todo hombre que ama a su país debe ver Caracas.

A los dos días el joven inició el viaje y paró en Altagracia. Llegó a una tienda llena de espejos que refulgían.

— ¡Qué hermosas lunas de plata! Cogió un espejo circular con la mano y se quedó asombrado al mirarse en él: —Vaya, padre ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿No estás muerto?  —. Y continuó —. Ya que estás vivo y mueves los labios como si hablaras, aunque no te oigo, veo que estás bien, algo pálido, pero creo que puedes regresar a casa conmigo.

—Magníficos espejos —Dijo el encargado de la tienda—. Son los mejores y a un precio muy razonable.

Juan tomó el espejo con fuerza y se quedó mirándolo con un aire de lo más estúpido. Temblaba y preguntó: — ¿Cómo? ¿Está en venta? —.Temió que le arrebataran a su padre.

—Desde luego es suyo, por el precio de…

— ¡No diga más! ¡Por misericordia! Le pago lo que usted quiera.

El dependiente colocó el espejo dentro de una cajita blanca y comentó: — ¿Le gustan los espejos?

—Creo que sí.

Sonrió: —Los espejos siempre mienten, por eso debemos ser más astutos que ellos.

Juan se largó sin comprender aquellas palabras.

—Padre—. Dijo el joven, ya a solas—. Antes debemos comprar cintas rosadas y regalos para Rosa.

Cuando el joven llegó a casa, nada le dijo a Rosa de lo sucedido y ella quedó muy contenta con los obsequios.

Él se retiró al ver que Rosa estaba distraída. Subió a un cuarto alejado y allí habilitó un aparador sobre el cual colocó la cajita blanca. Se despidió del espejo con un “Buenas noches, hasta mañana”.

Comenzó una rutina diaria: a primeras y a últimas horas, de subía al cuarto para conversar con su padre.

Rosa observó a Juan y se preguntó: — ¿Para qué va tanto a ese cuarto? ¿Y qué guarda allí?

Una tarde Rosa encontró la cajita, la abrió y se sorprendió: — ¡Una mujer! —. E increpó a Juan, quien dijo: — Yo sólo tengo allí a mi padre. No sé de ninguna mujer que se haya infiltrado.

— ¿Y por qué no me habías dicho nada de esto? ¡Menudos tejemanejes con esa mujer y que encima tiene mis cintas rosadas.

— ¿Qué es todo eso de la mujer y las cintas? Ahí está mi pobre padre.

Rosa gritó —. ¿Crees que soy tonta? He visto a esa mujer con mis propios ojos.

El joven dudó: — ¿Será posible que mi padre se haya ido? —.Y sacó el espejo de la cajita.

—Ah no, todo está bien; eres el mismo padre. Pareces preocupado, pero  sonríes como hago yo.

Juan continuó:

—Es mi padre.

—Tú guardas a  una mujer que me ha robado mis cintas para el cabello—. Sollozó la mujer.

Siguió un gran alboroto y los criados y vecinos acudieron. No resolvieron nada y ninguno quiso mirar qué había en el espejo. Uno dijo: —Vamos a preguntarle al cura.

El cura decidió delegar el asunto en la superiora de un convento, recatada y sagaz. Le llevaron el espejo y lo sostuvo: —Esta pobre mujer —. Dijo, tocándolo —. Está afectada por la angustia que ha causado, ha decidido tomar los votos y se ha convertido en monja. Ahora está en el lugar que le corresponde: los espejeos. Váyanse hijos míos y olviden.

—Yo tenía razón —. Dijo Rosa.

—Sí, querida —. Dijo el simple Juan —. Por supuesto, pero no sé cómo le irá a mi padre en el convento. No era un hombre devoto.

 

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