Paco Montaño

Esa mañana a pesar del frío salí de casa sintiéndome contento de estar vivo. En lo que me desplazaba a mi lugar de trabajo experimentaba diferentes sensaciones tanto físicas como mentales: sentía el movimiento del vehículo al atravesar la ciudad, escuchaba y veía a los pájaros volar y trinar alegremente, la brisa mecía los árboles, y a pesar de que a mi alrededor el efecto imperante era el de la prisa y hostilidad emanados de todos aquellos quienes apresurados por no llegar tarde a sus destinos se debatían entre el ya pesado tráfico, yo me sentía tranquilo. Y es que en mi permanecía la certeza de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba con la persona indicada. Y esto derivaba en tantos y tantos pensamientos y sensaciones que conscientemente no podía sustraerme a ellos; me sentía eufórico al darme cuenta de cómo mi confianza hacia ella era total, y mis esperanzas y planes para el futuro inmediato estaban trazados de manera tal que ella intervenía de manera fundamental en todos. Y ni qué decir del sexo; hacía tanto tiempo que no me sentía tan pleno y libre en ese aspecto que me sorprendía darme cuenta de lo mucho que la disfrutaba como mujer, y lo más importante: me hacía sentir querido.

Mientras el día avanzaba, me daba cuenta de lo mucho que la extrañaba. Era casi un dolor físico; una punzada en alguna parte del pecho, pero al mismo tiempo resultaba agradable; como el dolor después de hacer ejercicio. Lo que más me sorprendía era la forma en que todo el panorama del mundo exterior me parecía diferente: notaba la belleza en un perro callejero, en un papel que volaba impulsado por el viento, en un bebé que hacía un berrinche y hasta en el caos reinante en la ciudad. Ya para el mediodía el refulgente sol que brillaba y calentaba sin compasión me parecía solo un pálido reflejo del que bullía en mi interior. ¡Eso es!; era como si me hubiera tragado un pequeño, poderoso y resplandeciente sol y se hubiera quedado instalado justo a la mitad de mi pecho desde donde irradiaba tanta luz y calor que podía abrasar a quien se acercara lo suficiente. Sentía el corazón desbocado, con alegría apenas contenida como temiendo explotar, y una extraña sensación de ligereza invadía mi ser.

 

¡Caminaba entre los hombres y ninguno de ellos se daba cuenta de qué a su lado, el tiempo pasaba detenido! A estas alturas estaba seguro de que vivir con ella, unir mi vida a la suya era lo único que deseaba, es más; era la única solución para cualquier problema que se presentara de ahora en adelante, así que me decidí a dar el paso: ¡se lo pediría esa misma noche! A partir de ese momento, con la determinación tomada y con plena seguridad de que nunca había estado enamorado de esta forma y de que nunca me volvería a enamorar así, con la conciencia clara de que ella era mi última oportunidad de alcanzar la plenitud, comencé incluso a sentir una tremenda aprehensión por recuperar el tiempo perdido, ¡y la vida me pareció de pronto tan breve, tan pequeña y frágil!, que no estaba dispuesto a seguir desperdiciando valiosos segundos sin ella.

Llegó la noche y por fin me encaminé a verla. Me latía el corazón con fuerza; me sentía como un púber de 13 años en su primera declaración de amor, estaba nervioso, estaba ansioso, anhelante por verla. Estaba feliz. ¿Te has sentido así en alguna ocasión?, ¿has deseado expresar de alguna forma con palabras que no existen lo mucho que se ama?, ¿te has sentido lleno de optimismo, esperanza y gratitud para con la vida por la oportunidad que de pronto se presenta?, ¡Así me sentía en esos momentos! Pensaba tantas y tantas cosas: lo primero que haría al verla será abrazarla fuerte, muy fuerte. Luego tomándola por el rostro la vería a los ojos y sintiendo su respiración en mi cara le diría que la amo, que quiero vivir con ella… ¡que quiero morir con ella! No deseaba más que una sola cosa: hacerla feliz para siempre. Ese era ahora mi objetivo y empeñarme en lograrlo sería lo que me haría dichoso.

¡Ya estaba cerca de su casa!, faltaba solo una cuadra para poder llamar a su puerta y mi desesperación era tal que deseaba apagar el auto justo donde estaba; a media calle fluyendo lento por el tráfico, apearme y correr hasta ella. Me preguntaba: ¿qué expresión pondría en su rostro cuando me viera aparecer ahora que no me esperaba?, ¿qué me diría?… Al fin llegué y mientras me estacionaba a tres casas de la suya la vi allí, en su puerta. No estaba sola; estaba despidiendo a alguien que salía junto con ella con un largo y apasionado beso en la boca que a su vez le era correspondido con una sonora nalgada.

 

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