Me gusta mojarme bajo la lluvia. En realidad todo el concepto es algo complicado, porque soy asmático y por ello lo más mínimo me puede dar asma, como es el caso de la lluvia, que si a la gente normal le da gripe, a mí me puede causar hasta una neumonía…

Esto hizo que siempre le tuviera miedo. Desde que tengo memoria, cuando llovía, yo no salía, por miedo a mojarme, a enfermarme, a morirme por unas simples gotas de agua. ¿No parece irreal que esas simples gotas pudieran matarme? Quizá ni siquiera me habrían matado de verdad, pero el punto es que el miedo siempre estuvo ahí, y tanto era así que nunca le daba una oportunidad a la lluvia, sin importar cuánto se lo merecía.

Recuerdo que incluso con un paraguas encima tenía miedo de la lluvia. No me quiero enfermar, no quiero que me dé asma, no me quiero morir, para al final igual terminar enfermándome, igual terminar dándome asma, igual terminar estando más cerca de mi muerte, porque así es la vida, lo aceptemos o no, y sin siquiera ser culpable de nada de eso la jodida lluvia a la que tanto temía, de la que tanto huía.

Hasta que un día pasó lo impensable: me mojé bajo la lluvia. Estaba en la parada esperando un carrito para irme a mi casa, pero no pasaba ninguno, y de la nada comenzó a llover, pero a llover con las letras en mayúscula y cursiva: LLOVER. Era EL palo de agua, y todo el mundo corrió a protegerse bajo un techo. Yo no fui la excepción a esto, porque ese día no llevaba ningún paraguas ni bolsa con la que protegerme, así que no me quedó otra opción.

Esperé pacientemente (es decir, desesperadamente) bajo el techo de la panadería que había cerca, y lo que sucedió fue que, después de un rato, finalmente llegó un autobús. Sin embargo, la historia no es TAN alegre en este punto, porque estaba considerablemente lejos de mí el sitio en el que dicho autobús se había estacionado, agregándole a eso el montón de gente que estaba corriendo hacia él, lo que significaba básicamente que no me iría a mi casa todavía…

A menos que corriera, me empapara bajo la lluvia y lo consiguiera.

Seré honesto: las posibilidades de irme eran mínimas. Había demasiada gente empujándose entre ella para subirse al susodicho autobús, y cuando se trata de la viveza, yo no soy precisamente el más iluminado, por lo que prácticamente estaba condenado al fracaso desde incluso antes de intentarlo…

Pero, ¿sabes qué hice? A pesar de ello, lo intenté.

Y para mi propia sorpresa (y lo digo en serio: no había persona más sorprendida al respecto que yo), lo conseguí.

Comencé a correr y sentí cómo la lluvia me iba mojando a medida que avanzaba. Las gotas eran gruesas, de esas que como que te pellizcan cuando te tocan, de lo agresivas que son, pero ni aun así me detuve: seguí corriendo hacia el autobús o, mejor dicho, hacia la aglomeración exagerada de gente que había alrededor del autobús.

Llegado allí, me vi con otro problema: había un algo que hacía que cayera más agua a ese lugar.

(Digo un algo porque no sé exactamente cómo se llama eso: es un punto en el que dos techos se encuentran, de tal forma que crean un ángulo entre ellos, el cual está tan inclinado que el agua pasa por él de forma fluida, siendo como una mini cascada suburbana o, como me gusta llamarla: un algo que hace que haya un chorro de agua gigante por donde camino).

Así que, sí: tenía que correr para que el agua no terminara de empaparme, tenía que luchar para poder entrar en el jodido autobús y, como un extra, tenía que intentar evitar que ese algo me echara más agua de la que ya de por sí me caía debido a la lluvia.

Pero, ¿sabes qué pasó? a esto último no pude huirle, porque si lo hacía y así no dejaba el algo que me mojara, iba a perder la mínima posibilidad que me quedaba de entrar en el autobús, así que decidí mojarme, dejar que el algo me empapara, pero al final todo valió la pena, porque pude montarme en el jodido autobús.

No obstante, lo que quería contarte en realidad no era cómo me monté en el autobús, sino eso que pasó mientras luchaba para poder entrar en él: la lluvia me mojó, el algo me empapó, y fue de pies a cabeza.

Por encima de la ropa, sí, pero quedé empapado y, aunque suene loco, fue maravilloso.

Era una sensación completamente nueva para mí. (Quiero que se entienda que lo nuevo no era que me cayera agua encima, sino que esta agua fuera de lluvia, y que en teoría yo estuviera permitiendo por voluntad propia que me cayera encima: eso era lo nuevo, lo no antes experimentado, lo totalmente asombroso porque nunca antes lo había vivido).

 

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