I

Una siesta, a fines de diciembre, tres hombres mayores, ahora jubilados, están sentados a la sombra de un viejo árbol de mango. Usan pantalones muy cortos y camisas amplias, de mangas cortas, o, pantalones de tela muy delgada y enrollados hasta las rodillas. Disfrutan de la refrescante bebida que llaman tereré.

El sol, más que calentar, quema los cerebros de cualquier curepí sin sombrero que se atreva a caminar por las tórridas tierras de lodo seco de la gran llanura. Al menos, ese es el comentario que deslizan los tres adultos mayores que, como cada año, están reunidos para compartir viejas historias: lo único en común en estos días de su madurez.

Uno a uno, sacan de algún bolsillo un objeto -quizás lo mismo- es decir, muy similar. Cuatro objetos en total, oscuros, unos más que otros. Redondos casi. A simple vista son trozos de cuero curtido. Pero basta mirar con atención para adivinar de qué se trata.

̶ Pensar que cuando nos invitaste a cazar aquella vez, no nos dijiste nada del animal que perseguiríamos. Y aunque me costó un poco al principio, enseguida, me prendí –dijo el “Gringo”, el más veterano del grupo.

̶ ¡Claro que lo recuerdo!  Tus ojos quedaron como desorbitados. En cambio vos, vos “Carpincho”, lo tomaste de otro modo. Vos creíste que sería la mejor salida de todas.

̶ Y lo fue, lo fue. No cabe la menor duda “Chochán”. Porque nunca volvimos a tener una cacería con esas características.

El sol es casi el mismo que aquellos días de enero cuando emprendieron la cacería por las costas del río, al norte de la provincia. Quizás, un poco más fuerte que en pasados

tiempos. Pues los meteorólogos así lo dicen, metiendo la culpa a eso del agujero de ozono, cuando no al niño o la niña, según. Lo cierto es que las chicharras chillan tanto como entonces, y el monte se vuelve, por momentos, ensordecedor.

Cacería en enero

Cacería en enero

Los cazadores conocen su territorio y se equipan con buenos sombreros de cuero, y hasta usan protectores solares. Algo, antes, inimaginable para un baquiano. Hay quienes van con tantos elementos cual Rambo. Son, en apariencia, tipos muy rudos pero basta charlar un par de horas −con cervezas de por medio− y uno llega a conocerlos. Dejan ver lo que tienen bajo la piel de perdigueros. Algo muy diferente a los tres veteranos que salieron a buscar sus presas y no dieron vuelta atrás.

Hoy por hoy, muchos que salen de caza lo hacen igual que entonces, como en tiempos de los veteranos. Pero no van a caballo como ellos, sino que usan un jeep −de esos de la segunda guerra−; una camioneta 4 X 4; o salen en motos. La motivación, quién sabe, es la misma; pero… cuál fue la verdadera motivación, de los hoy veteranos, cuando salieron a cazar aquella especie, casi en extinción entonces, y hoy más. Una especie tan similar pero… tan diferente.

 

II

Mientras el sol baja para ocultarse tras la inasible línea horizontal, como cada tarde, los veteranos pasan del tereré a la cerveza. Lo acompañan con empanadas de pollo, que un sobrino trajo de lo de la vieja Elvira. Una veterana, como estos tres ex-policías rurales, que cocina como los dioses pero que tiene un humor de mil demonios. Mientras atiende te mira casi de costado y luego te indica que, por la demanda del día, el pedido se va a demorar, pero nadie se va. Todos prefieren esperar pues, parece que, tras su cara de pocos amigos, hay una gran cocinera que conoce su oficio.

Es el aniversario 35 de aquella cacería. Demasiado tiempo ha pasado desde entonces, pero algunos recuerdos están tan presentes, como los días de aquella aventura. Si de ese modo puede nombrarse a lo ocurrido entonces. Pues fue una cacería, donde hubo un grupo de perseguidores y, por otro lado, un grupo de seres acosados. Lo que queda de los primeros son estos veteranos, que no son tan añosos, pero que aparentan más por una serie de enfermedades que los tiene disminuidos en sus capacidades físicas.

Cuando la luna asomó por el este, Chochán se quedó con la mirada perdida en la perfecta esfera blanquecina, más plateada que alba. “Es la misma luna ¿no? ¿Se acuerdan de la primera noche de la expedición?” –comentó con la voz más firme que pudo.

̶  Creo que sí. Fue la misma luna –contestó el Gringo.

̶  Sin duda, la misma –corroboró Carpincho. Pero quizás se notaba más la luz, su fuerza, en medio de los pastizales a orillas del río. Fue la primera noche junto al fuego, a orillas del río cuando, finalmente, nos dijiste sobre la presa –aclaró Carpincho, mirando a Chochán.

En aquella oportunidad, Chochán explicó a sus compañeros que sería una salida de caza diferente; el animal que rastrearían andaba en manada, en grupo de cuatro o cinco. Iban río arriba cazando sus alimentos.

Las huellas aparecían y al rato se disipaban. Esto llevó a preguntar al Gringo cuál sería la presa que rastreaban, pues las huellas eran claras, sin embargo, algo no cerraba.

̶ Mi abuelo los cazó por cientos y así logró sus tierras; las conservó y se volvió, a su modo, rico – dijo Chochán.

̶ No sabía esa parte de la historia de tu abuelo…” –Contó el Gringo, que tomó otra cerveza de la enfriadora de botellas.

̶ Claro, por eso justamente, me pareció que era posible intentarlo. Teníamos las herramientas necesarias, las armas, el adiestramiento y la fuerza para enfrentar las circunstancias que fueran, durante y después de la cacería.

De hecho, en esos tiempos, ellos  ̶ los policías rurales ̶   eran la ley, y más en medio de esos bosques ribereños. Su pensamiento había sido entrenado para sentir que eran “la ley”. Y, como tal, no debían entender que lo que hicieran estuviese mal o fuera de la ley; pues, ellos: eran la ley.

Chochán siempre había sido un tipo grande, pero nunca había tenido una actitud agresiva o altanera. Era un tipo grandote pero de buen talante. Eso cambió un tiempo después de entrar a la Fuerza… Podía decir con total soltura que, si antes de ingresar no mataba ni una hormiga, ahora, podía bajar a dos o tres sin mosquearse, sin casi transpirar.

El Gringo, en los tiempos en que fueron uniformados activos, era de porte más pequeño que Chochán, igualmente mantenía un buen estado físico. Era  retacón. Antes de entrar a la Fuerza había trabajado toda una vida como peón rural. Conocía el campo, el trabajo duro. Podía pasar varios días a caballo sin sentir la menor incomodidad. En realidad, en las actividades diarias de la función policial estaba el recorrer amplias zonas montado a caballo. Por ello, ninguno tenía problemas para cabalgar durante largos tramos del día. Y tal cual, en los tiempos como peón, una orden era una orden, y la acataba sin cuestionar. Estaba acostumbrado a ello. Al enterarse del objetivo a perseguir recordó que algo había leído sobre esas prácticas, en los tiempos de la colonización, y al sur del territorio americano –en esa zona que llaman Tierra del Fuego. “Y qué va…” –se dijo. “Quizás todo quede en una simple cabalgata y nada más”. No era seguro que, finalmente, decidieran consumar la cacería. Pero se equivocó.

 

 

 

III

La primera noche de campamento, encendieron fuego a orillas del río. Tomaron unos vinos y asaron un carpincho que cazaron.

̶ ¡Qué suerte la tuya Gringo! Lo viste, y el primer tiro en el punto exacto –dijo entre risas el Carpincho.

̶ ¡ Bien decís che! Pura suerte. Pero lo importante es que tenemos para cenar esta noche y para el desayuno de mañana ¿no? Y justo un carpincho ¿no?

̶ El próximo será el mío. Ya lo verás.  O, aunque más no sea  un carpinchito –le espetó Carpincho.

̶ Esto es para ir afinando la puntería –comentó el Chochán. Ya tendremos presas más importantes.

̶ ¿Y qué presas tenés pensado che gordo? –preguntó el gringo.

̶  Unos bípedos… ̶  respondió Chochán.

̶  ¿Algún ñandú? Mirá que si esa era tu idea de salir a cazar estás jodido  ̶ refunfuñó Carpincho.

̶  No, no. ¿Cómo les queda cazar algún Pilagá?

̶  ¿Qué…? Vos estás bien jodido gordo. No podés… Sos un pelotudo. ¿Cómo que cazar a un aborigen? ¿Te volviste loco?  ̶ dijo Gringo. Vi huellas que aparecen y después se pierden. Creo que vos también los viste. Pero…

̶  No, nada de eso. Mi abuelo cazó cientos… ̶ explicó Chochán.

̶  ¿Cómo que cazó cientos? ¿Qué decís?  ̶  preguntó Carpincho.

̶  Mirá… el viejo recibió, del gobierno de entonces, unas cuantas leguas de tierra. Pero, el resto se las fue ganando al indio. Los malones, cada tanto −según contaba− lo jodían y, entonces, él los combatió. Salía a perseguirlos con algunos de los peones; se internaba en los montes a recorrer y los cazaba. Les decía a los peones que eso era la forma de defender sus tierras. Y así fue como el viejo logró amasar esas leguas y leguas de tierra, que hoy… Hoy, ni se sabe su valor  ̶ detalló Chochán.

Entre vino y vino, se fue la noche. El fuego ardía lento, sin brisa que la hiciera crecer. El silencio era total, sólo un búho cortaba esa quietud, de tanto en tanto. La primera guardia para vigilar le tocaba al Gringo, pero apenas se dieron vuelta los otros, cayó dormido también. “Estamos de licencia”  ̶ se dijo y cayó rendido, bajo la inmensa luna redonda.

A la mañana siguiente, Chochán fue el primero en despertar. Aún no salía el sol pero su luz alumbraba un poco, lo suficiente, para ver unas huellas. Las huellas de su presa. Eran cuatro pares de pisadas. Puso su pie derecho sobre uno de ellas y comparó las dimensiones. “Te tengo” –dijo para sí. Y fue el inicio de la cacería, al menos para él. Miró para arriba buscando su estrella, a la que habitualmente se recomendaba, y no la encontró. Pocos minutos después se descalzó para darse un baño en las aguas del río. Tanteó entre unos follajes y sintió como algo punzante le atravesaba la piel del pie izquierdo. Sacó del agua el miembro y todo su cuerpo. No sangraba, pero el dolor era intenso. Esa punta de madera quedó incrustada en su pie y le molestó por años, sin curar nunca.

Gringo y Carpincho también despertaron e iniciaron las tareas para levantar el campamento. Carpincho arrimó un par de ramas para calentar agua para el mate.

Al terminar el desayuno revisaron sus reservas de agua, el estado de los caballos, las provisiones, el estado de las armas y las municiones. Contaban con una escopeta doble caño paralela 14 mm, una escopeta 16 mm superpuesta, una Remington 870 calibre 12, un revolver 38 y otro 45.

Los aborígenes remontaban el curso de agua río arriba. Llevaban arcos, flechas y unas lanzas con los que atrapaban  peces. Cada tanto se cruzaban a la otra orilla, pues la profundidad en esa zona no era importante. Así se perdía el rastro por algunos kilómetros pero volvía a verse en la misma orilla más indicios de que estaban en la zona. Restos de pescado asado a las brazas. Unas ramas amontonadas con abundante follaje también a un costado del río, como para cubrirse, era un claro indicio que habían parado en la noche, tal cual ellos.

Poco a poco, estos hombres estuvieron cada vez, más cerca de sus objetivos.

 

 

IV

Cuando llegó la hora de la siesta del tercer día, el calor y los bichos estaban haciendo estragos en el grupo de cazadores, aunque estaban acostumbrados. El sol estaba quemando y eso los llevó a detenerse bajo la sombra de unos arbustos. Del otro lado del río, a unos quinientos metros, sus presas también detuvieron su marcha, sin saber que eran rastreados.

Se tiraron los hombres de blanca piel, tostada por el sol, bajo la sombra y meditaron cuál sería el momento más oportuno para dar el golpe. El Chochán explicó así: “Durante la noche sería de lo más interesante, pues eso le agregaría un plus de emoción”.

̶ No cabe duda de eso, pero los emboscados podríamos ser nosotros… ̶ sentenció Gringo.

No estuvieron de acuerdo enseguida, pasaría un rato hasta que llegó, al fin, la planeación concreta, para concluir con la cacería. Estaban a tiro, pero querían tiros limpios, perfectos, ni fáciles, ni ciento por ciento mortales, sino un punto medio.

Esa deliberación mantuvo a uno de ellos callado, pues entendía en esa discusión, la dimensión del asunto. Una cosa era matar a un delincuente que te apunta con un arma y actuar en consecuencia. Muy otra era provocar la muerte de un ser humano, como a esa hora se planteaba, sin una justificación.

Era cierto que en un primer momento del planteo la cosa fue aceptada sin dificultad; pero ante la inminencia de asunto, algo cambió. Sin embargo, nadie se echó para atrás. Nadie. “Cuando en el baile estás… – susurró chochán− bailás”.

La tarde fue llegando a su fin, y con ella, el tiempo de estos bípedos seres. Irónicamente todo finalizó en medio de una atardecer rojo sangriento, tan bello, de nubes que adquirían ese color rojizo fueguino que se tornó, casi vertiginosamente, en un gris plúmbico, acerado, tan frío como el que se siente en estado de shock.

No hubo casi gritos, ni quejidos de aquellos bípedos seres, cuyas orejas fueron arrancadas de sus cabezas, como trofeos que, varias décadas después, siguen en manos de los cazadores.

Pedro Buda

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