Días atrás, hace casi un mes, escuchaba un programa de radio mientras almorzaba. En determinado momento, el director de un grupo coral invitó a los amantes de la música góspel a presenciar un espectáculo donde se ingresaba a otra dimensión. Por casualidad fui a parar a dicho evento.

Una vieja amiga me invitó al espectáculo que anunciaron en la radio. Ella dijo: “Ven acompáñame, voy a un evento y no quiero ir sola”. Sin saber a dónde íbamos, la acompañé.  Y como es costumbre nuestra, llegamos tarde. Y, entonces, comprobé eso increíble anunciado por el director del grupo coral. Aunque dudo mucho que él mismo hubiese previsto lo que ocurrió, y de lo que fui testigo, en ese lugar y momento.

El anuncio hubiese pasado desapercibido por mí de no haber mediado la invitación de mi amiga. El espectáculo se anunciaba para las 20 horas del día domingo. Ella me avisó sobre el medio día y como no tenía planes accedí, encantado. Sin embargo, no recordaba el aviso radial. Y por culpa mía, llegamos 20 minutos más tarde del comienzo, a la sala llamada La colmena.

Ingresamos al auditorio en puntas de pie, paso por paso, mientras el coro hacía su presentación irradiando una energía increíble, llegando a un punto que podría denominar el clímax. Nos sentamos en la última fila. La oscuridad de la sala parecía casi total. En el escenario las luces iluminaban tímidamente el fondo. Quedando, sin embargo, muy nítido el rostro de los cantantes.

Las voces recorrían la sala, la llenaban. El público parecía moverse acompasadamente, en una sincronía total. Nos sorprendió.

Nuestra atención se centró en el público, más que en el coro. Era muy extraño ver el delicado movimiento de las personas. Se daba una simultaneidad, una comunión perfecta, un diálogo preciso entre las voces y el movimiento de los escuchas, entre los artistas arriba del escenario y el público que los seguía desde las butacas. Parecía… que algo no andaba bien.

̶ Te diste cuenta que la gente emite como un zumbido –comentó, en voz baja, mi amiga.

̶  Sí… Y sus rostros… parecen idos –agregué.

Al parecer, el director del coro, por indicación de un corista, miró de reojo y observó, como nosotros, al público. Su sorpresa quedó manifiesta en su pálido rostro y en una sutil contracción espástica del cuerpo.

Las personas, arriba del escenario, siguieron interpretando su coral; al tiempo que intentaron disimular lo mejor posible su sorpresa. Sobre el final, lo habitual hubiese sido un cerrado aplauso. Pero eso no ocurrió.

El director, tal como nosotros, notó el extraño comportamiento del público presente; del que, nosotros, también éramos parte. Sin embargo, por motivos que desconocemos, no participábamos del mismo ‘trance’, por llamar de alguna manera a esa situación que no dejaba de sorprendernos.

El hombre de impecable traje negro, que se interponía entre coro y público, señaló con su batuta al iluminador que recorriera, con el reflector, al público. La expresión era la misma en todos: un esbozo de alegría, de gozo, de éxtasis.

Creo que en ese momento recordé, nítidamente, el anuncio que el director había hecho en el programa radial: “Ingresarán, por intermedio de la música, a otra dimensión”.

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