Lo que se relata a continuación ocurrió en las tierras de las largas siestas. En esa hora que el sol expresa toda su furia sobre los habitantes; sobre los ralos pastos; sobre las aves que se atreven a recorrer el vasto territorio, de quebrado suelo por la sequedad. Es en esos momentos cuando el sonido ensordecedor de las chicharras puebla toda la atmósfera.

El sol evapora, casi con furia, los charcos que se forman tras las lluvias que ocurren, intermitentes y escasas, en los meses de verano. Cuando la temperatura llega a los cincuenta grados sobre el cero, a eso del medio día, empieza a soplar el viento norte. Irremediable, cada día, se repite igual. Una y otra vez, todos los santos días de la estación calurosa. Sólo los quebrachos y los espinillos soportan estos tiempos duros.

El viento, siempre el viento, surge salido de quién sabe dónde y carretea -cual avión de caza- sobre la llanura ardiente y doliente. Como quejidos se escucha, a veces, el crepitar del pasto cuando unida al viento, se enciende, se quema y tiñe de negro la faz gris del lodazal. Cual niño travieso, corretea en zigzag, gambeteando, como jugando a la pelota tatá[1]. Otras veces, se forman remolinos, que tan pronto se inician desaparecen. Así, las calles polvorientas son como pistas donde juega.

Los caracoleros -una especie de aves muy característica de la zona del norte argentino- vigilan desde la cima de los postes del cableado de corriente eléctrica. Al primer movimiento de sus presas caen con vertiginosa acrobacia y precisión. Los toman con sus garras y los llevan hasta lo más alto… Las aves pequeñas se refugian en los arbustos, entre los espinillos, o donde pueden. Las gallinas, obedientes, se esconden a la sombra, en los gallineros. El picoteo es intenso y parece que a nada conducirá; pero, de tanto en tanto, alguna lombriz es extraída de la lodosa tierra seca.

Nada parece moverse en esas horas, sólo el canto de las cigarras inunda el aire. La gente hace la siesta. Los niños se revelan, pero el cansancio los vuelve tumba y desaparecen sobre la tierra regada y a la sombra de los mangos, los limoneros o cualquier trazo de sombra posible.

Durante una de esas tórridas tardes de verano, un vehículo cuatro ruedas, de un viajante -esos vendedores ambulantes que ofrecen aquellos objetos que sólo se consiguen en las capitales de las provincias más importantes- se avecinó por el camino que lleva a la isla. Allí viven unas escasas veinte almas. Y él, el viajante, provee a la mujer que atiende el almacén-cantina. Pocos son los que llegan a la isla Jagua Piru[2].

El viajante alcanzó el final del polvoriento caminó y estacionó el auto. Se acercó a la orilla y subió a la canoa para que, el canoero, lo llevara hasta Jagua Piru. Levantó el pedido y entregó cierta mercancía encargada el mes anterior. En una hora y media, poco más o menos, estuvo de regreso dentro de su auto. El calor fue particularmente intenso ese día. La temperatura había trepado a los 48 grados, anunció el locutor de la radio local, en el informativo del medio día. Sin embargo, afuera, sobre el camino de tierra y piedras, la temperatura era mayor. Los remolinos giraban alocados esa siesta. Delante del parabrisas un ardiente paisaje era la más clara expresión del infierno. El cansancio acumulado tomaba forma de largos bostezos.

Esa siesta, el viajante quiso volver rápido al camino asfaltado. Encendió el motor, que rugió con fuerza, y salió debajo de la escasa sombra del árbol de paraíso bajo el cual lo dejó.

El sol, poco más o menos que calcinaba los campos y a las bestias que andaban por ahí. Algunos lagartos, y otros bichos, yacían al costado del camino. Otros, atropellados o a medio devorar, eran la evidencia de que la muerte asolaba aquellos olvidados territorios. Los remolinos cruzaban, de un lado al otro, los caminos polvorientos. Los cincuenta kilómetros que hay hasta la ruta asfaltada parecían interminables, imposibles de recorrer a salvo. Las chicharras ayudaban a aturdir los sentidos. Enervaban, debilitaban la concentración.

A mitad de camino hacia la civilización, el viento tiró con fuerza a un caracolero sobre el parabrisas. El impacto fue tal que sorprendió al experimentado conductor. Hizo una brusca maniobra y terminó con el vehículo en un zanjón, cinco metros más allá de la banquina. Quedó contenido entre pastizales secos y tierra cuarteada.

El ruidoso chillido de las chicharras se detuvo un instante. Quizás fue un segundo, quizás una hora. El viajante reparó en que veía todo desde arriba como un caracolero, pero el todo giraba como un remolino. Confusión, aturdimiento y, al mismo tiempo, la certeza, la verdad que asoma cuando menos la esperas, en medio de un extraño silencio.

Dos días después se inició la búsqueda en la zona debido a una denuncia por desaparición, tramitada por el compañero del viajante, quien lo esperaba, aquella siesta, en otro almacén, en la periferia de la ciudad.

El viento arreciaba del norte. El mismo aire en movimiento esparció los olores de un cuerpo en descomposición hasta los órganos olfativos de los sabuesos de la patrulla de uniformados. En las inmediaciones del auto nada indicaba robo o signos de violencia.

Un caracolero sobrevolaba, como errante, el monte cercano. En tanto, un grupo de buitres montaba guardia en inmediaciones del auto siniestrado, al momento de hallarse el cuerpo sin vida de un masculino de entre treinta y treinta y cinco años, el viajante, que reposaba inclinado sobre el volante.

Walter H. Rotela G.

Pedro Buda

 

[1] Juego de pelota que se realiza con un balón de fuego, confeccionado con trapo embebido en material combustible al que se le prende fuego y se tira a la concurrencia y que para evitarla la patean a cualquier parte.

[2] “Perro flaco” en lengua guaraní.

 

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