Quienes vivieron la década de los ’80 recordarán sin nostalgia la aparición pública de una subespecie de periodistas o animadores/as televisivos que escribían, publicaban y vendían a raudales esos libros que, por falta de un nombre más apropiado, las empresas editoriales y los anaqueles bibliotecarios han denominado “de autoayuda”. Dos objeciones, de entrada.

Primera: Si es autoayuda, no debería venir de afuera, de un libro, sino de mí mismo.

Y es sabido que la lectura ya es un diálogo mudo entre el lector y el escritor. Llamar entonces “autoayuda” a un argumento que viene de otro, resulta contradictorio.

Segunda: en la mayoría de los casos estos libros suelen ser excertas de consejos, recomendaciones, recetas, prescripciones y admoniciones de alguien (el autor/a) que se cree suficientemente autorizado para ejercer de párroco literario, sin haber recibido los sacramentos pastorales. Estos autores o autoras del género invocan al dos por tres algunas obras literarias que inspiran estos ejercicios espirituales: nunca faltan citas de “El principito”, las obras de Richard Bach, toda la colección del brasileño Coelho y otros autores con aura de gurúes que funcionan como manuales de consultas y referencias, bibliografía y autoridad moral.

De estas analectas un poco dispares (nadie negará la calidad de S. Exupéri como tampoco ningún lector avezado dejará de sospechar la falaz equivalencia de Coelho en esta ecuación) los autores de manuales de autoayuda extraen señalamientos, dietas y ejemplos “edificantes”.

A partir de este curioso arsenal se sientan como la pitonisa de Delfos a pronunciar oráculos recomendando cambios en las conductas de la gente, bajo la promesa de conducirnos a la felicidad que, según ellos, estaba a veinte centímetros de nuestras narices pero no nos dábamos cuenta. Por supuesto ellos, los iluminados, están allí para señalarnos el camino correcto como si fuesen la madre de Caperucita advirtiéndonos que el camino más corto, siempre es el más peligroso.

Tampoco falta algunas onzas de psicoanálisis de Billiken que utilizan para abrirnos los ojos sobre aspectos desconocidos de nosotros mismos. Recurren a la madre, el padre, la figura castradora, el Complejo de Edipo y la importancia de los sueños en la vida de todos. Frases inocentes como “cree en tus sueños” que en el fondo no dicen nada, son exportadas al nivel “espiritual” para asignarles un valor metafísico inusitado.

Todo el mensaje es necesariamente vago, ambiguo y se mueve en un cono de penumbras. Al recortar una frase incompleta, oscura y enigmática el lector pone en marcha, sin advertirlo, una vitualla de mecanismos interpretativos que otorgan un sentido claro a la frase, lo mismo que hacen las manchas del Test de Rorschach cuando el paciente debe asignarle una forma ante la pregunta del psicólogo que le toma el test: ¿qué ve usted aquí?

Las frases trilladas de Claudio María Domínguez son la apoteosis de este género: una singular mezcla de disparates, frases cariñosas, mención de santos y gurúes, la palabra “espiritualidad” mechada aquí y allá peligrosamente cerca de la alcancía donde recoge los dividendos de su misión episcopal.

 

Estas fantásticas apariciones en los medios (los autores de autoayuda son casi virus mediáticos) son capitalizadas por las empresas editoriales que ponen en marcha la maquinaria rotativa para acelerar la impresión masiva de libros con estas recomendaciones para la felicidad humana sin fin.

Se hacen tiradas a montones, fácilmente cinco mil ejemplares son lanzados a las librerías de todo el país, inundando las mesas y vidrieras. Funcionan un tiempo y después desaparecen, los libros y los autores de autoayuda.

Haciendo cálculos uno lamenta que para publicar un solo título de esta especie se necesitó talar medio bosque de eucaliptus al menos. Meses después de haberlo comprado, la vergüenza o el pudor (que por algo se parecen), nos hacen ocultar esos libros de nuestra biblioteca y relegarlos al sótano o desván.

Con el tiempo, disimuladamente desaparecen de nuestras vidas porque hasta da un poco de timidez prestárselos a nuestros amigos.

Pero el medio bosque de árboles sacrificados, no lo devuelve nadie.

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